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En mi infancia solía pasar las vacaciones en casa de mi abuela, en un pueblito cercano a Bogotá que era familiarmente famoso porque, en su plaza principal, mi abuelo ofrendó la vida para defender la honra de su esposa. 

Cada domingo, de los muchos que pase allí, veía a mi abuela desde muy temprano lavando su ropa de anciana mientras rememoraba a su esposo martirizado. Yo la oía fingiendo la atención que le prestaba a sus calzones colgados, porque me causaba curiosidad que todos fueran, si no iguales, sí demasiado parecidos. Eran grandes y feos, ligeramente brillantes y preferentemente de color crema, aunque la gama de colores podrían incluir tonos más blancos y también más subidos, estos últimos, estoy segura, los compraba para que cada año nuevo le augurara buena suerte. Los calzones más viejos tenían el elástico de la parte superior gastado por el uso, de manera que al colgarlos con dos pinzas en la cuerda de alambre, el caucho no era uniforme sino lleno de estrías, como las que me quedaron después del embarazo; los más trajinados eran el nido de cientos de gusanitos elásticos que se asomaban blancos y desordenados por la extensa superficie de tela barata. 

Mis calzones de niña también eran grandes pero de colores más bonitos, algunos de ellos con estampados de personajes infantiles, como unos que tenía de La sirenita, que me encantaban. Cuando ya tuve edad de comprar mis propios calzones me decanté por seguir el estilo de mi abuela; primero, porque no había dinero y eran los más baratos del mercado; segundo, porque fueron muchos los consejos que me dio durante mi infancia sobre las buenas maneras, la decencia y el recato y, por más de que yo no quería cantaleta, tantas palabras y costumbres fueron moldeando en mí un estilo aseñorado; tercero, porque descubrí que estos calzones de vieja, además de ser realmente cómodos y ayudarme a ocultar la barriga, eran versátiles y apropiados para la higiene femenina. Es una pena que la sirenita jamás haya experimentado el placer de vestir un buen calzón. 

Cuando llegaron mis primeros encuentros sexuales me encantaba ver la cara de desconcierto de mis amantes al encontrarse con esos calzones de abuela, pero a ninguno le parecía causar nada más que un asombro inicial que después se diluía en los placeres que ofrecía mi florecita, eufemismo que también heredé de la abuela. 

Con el advenimiento de la redes sociales mis calzones se hicieron famosos porque a alguno de esos amantes universitarios le pareció buena idea tomarme fotos en ropa interior y enviárselas a todos sus amigos. De entrada, no me pareció mal porque recibí mucha atención masculina, que me encantaba, pero después se hicieron tan reiterativos los piropos y los fetiches de quienes querían conocer el uniforme de mi florecita que tuve que empezar a cobrar por lo que antes hacía gratis.

Decir que fui una puta se me hace supremamente reduccionista pero así me llamaron muchos. En términos generales, puedo decir que disfruté de mi profesión porque siempre escogía a mis amantes, gozaba del sexo como pocas y encima me pagaban eso; si percibía malos olores, quedaban cancelados; si estaban alcoholizados, no habia servicio; si estaba enferma o cansada, simplemente me tomaba una licencia sin darle explicaciones a nadie. Me pregunto cuántos oficinistas tienen tanta libertad como la que tuve yo en mis mejores días.

Hoy ya no ejerzo o, mejor, ejerzo pero ya no cobro. Vivo de la renta de un apartamento que compré vendiéndome y le miento a mi hija contándole la historia del bisabuelo mártir mientras lavo mis calzones de viejita. La pobre crecerá engañada igual que crecí yo. Ya tendrá edad para comprender que en realidad aquel arquetipo de masculinidad familiar era en realidad un campesino ingenuo que murió a machetazos defendiendo la honra de la puta del pueblo. 

Por lo pronto, que disfrute de su infancia y de sus calzones de La sirenita. 

*Texto escrito en el marco del taller de escritura creativa de Ideartes.

@naburgosb

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