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Cuando estaba en la universidad yo me autodenominaba antitaurino. Fui algunas veces a la plaza de toros La Santamaría a protestar contra las corridas de toros y me sentía feliz y orgulloso de mi sentido crítico. Por entonces estudiaba en la Universidad Nacional y ser antitaurino era parte del espíritu universitario, así como oponerse al modelo neoliberal, reivindicar la lucha de Palestina o defender las libertades individuales; y yo era un universitario promedio con muchas ganas de rebelarme contra el sistema.

Frente a La Santamaría, el discurso contra el maltrato animal pasaba rápidamente a ser un discurso contra la oligarquía, cuyos principales representantes eran asiduos asistentes a las corridas de toros. Todos asumíamos que el que iba a toros no sólo era malo por eso, sino que representaba al enemigo, aquel contra quien debían enfilarse todas las protestas sociales. Admito que nunca llegué a entender el afán que teníamos entonces por mezclar las cosas y hacer de esa mixtura una radicalización ridícula que llegaba al extremo de no volver a leer a columnistas que asistieran a toros por valiosas que fueran sus opiniones.

Curiosamente, mientras nos preocupábamos por llamar oligarcas a los asistentes a la plaza, nos tenía sin cuidado la causa animalista. En alguna ocasión tuve una pequeña discusión al respecto con uno de los líderes de entonces, en la que le reclamaba por una acción más amplia que abarcara otras causas igualmente nobles, como la esterilización de perros callejeros, la protesta contra las peleas de gallos, la visibilización de los “procesos industriales” de los mataderos… pero toda esa perorata jamás tuvo eco porque en realidad no éramos animalistas: éramos adolescentes rebeldes buscando causas para hacer ruido, salíamos por la mañana a quejarnos contra el maltraro animal y de paso contra la oligarquía y el imperialismo, y por la tarde nos íbamos a comer hamburguesas a McDonald’s.

El tiempo ha pasado y me sigue pareciendo que las corridas de toros son espectáculos horribles. Jamás entenderé el placer que algunos le encuentran a ver cómo un torero en traje de luces tortura a un toro que previamente ha sido apuñalado varias veces. Para mí ese espectáculo grotesco no tiene nada de arte ni de deporte. En eso estoy completamente de acuerdo con los antitaurinos de hoy, pero hace rato dejé de protestar porque entendí que la causa animalista poco tiene que ver con su protesta politizada.

Un toro herido en televisión

Lo que no vemos no existe. Somos hipersensibles a la imagen y los medios de comunicación lo saben, por eso prefieren exaltar el morbo mostrando los videos de una cámara de seguridad que ofrecer análisis sobre las noticias que pasan. Las corridas de toros siempre han sido noticia en Colombia porque los poderosos las patrocinan; cada tanto hay enviados especiales a las ferias, reseñas en los periódicos sobre la faena del fin de semana y, en menor medida, una que otra cornada que algún torero sufrió en la plaza tal. Este movimiento mediático suscita que el público asuma una posición frente a lo que ve y, en cuanto a los toros, el espectáculo es lamentable. Un toro que mana sangre por sus heridas, nariz y boca es una imagen grotesca que exalta las emociones de los más sensibles y los obliga a asumir una posición de rechazo. Lo que no vemos cotidianamente en los noticieros es la tortura que sufren millones de animales todos los días en Colombia y en el mundo. Si conociéramos, por ejemplo, que en las granjas industriales los animales nacen en cautiverio, crecen sin conocer la luz del sol y viven encerrados sin siquiera poder moverse, tal vez veríamos al toreo como un juego de niños. El año pasado, por ejemplo, dejaron de morir en Bogotá 60 toros de lidia, cosa que a todos nos debería alegrar, pero en el mismo lapso fueron sacrificadas más de tres millones de reses en Colombia (y también millones de cerdos y de pollos) en condiciones mucho más deplorables que las del ruedo de una plaza de toros. Todos lo sabemos o al menos lo intuimos pero somos indiferentes al dolor de millones de animales igualitos a cualquier toro por el que nos desgarramos las vestiduras.

La imagen nos ha hecho creer que los únicos animales que merecen ser defendidos son los perros, los gatos y los toros, pero la realidad es que la crueldad contra los animales está tan naturalizada que a veces ni siquiera somos capaces de conectar el consumo de carne que hacemos a diario con la realidad de los mataderos. ¿Qué es peor, que algunos toros mueran en medio de un espectáculo que genera un extraño placer en algunas personas o que millones de reses mueran al año para satisfacer el hambre (y el ego) de quien se autoproclamó dueño de la vida animal? Definitivamente es muy ingenuo pensar que la tortura de la corrida de toros es lo peor que le puede pasar a un animal en esta sociedad.

Sé que hay muchos antitaurinos que son animalistas de corazón y que se conduelen de cualquier forma de maltrato hacia los animales, pero también sé que hay otros, muchísimos otros, a los que se les acaba el discurso de amor por los animales cuando dejan la plaza de toros. Lo sé porque yo era uno de esos.

¿Un referendo antitaurino?

Como lo decía en las primeras líneas, la protesta antitaurina está politizada. Muchos manifestantes no protestan contra el maltrato al que es sometido el toro sino que toman esto como excusa para arengar contra los ricos del país, cosa que de hecho me parece válida pues, en una sociedad en la que la protesta social es reprimida con violencia, hay que buscarse los espacios para que nuestra voz se escuche. Pero me preocupa que, en el afán de unos de quitarle el divertimento a otros, todos como sociedad terminemos perjudicados.

Hay una propuesta que ha cobrado fuerza en los últimos meses y tiene que ver con que se haga un referendo antitaurino para que sean los colombianos los que decidan si quieren ver toros en las plazas del país. La idea, que en apariencia suena muy democrática, en realidad sería un despropósito pues es abrir la ventana para que las mayorías decidan sobre las libertades individuales de unos pocos. Así que en estos tiempos, en los que también se recogen firmas para prohibir la adopción por parte de parejas del mismo sexo, la estrategia podría salir cara. Yo, al igual que los antitaurinos, no quiero ver toros en mi país pero tampoco quiero que un grupo de camanduleros les prohíban a mis amigos gays tener hijos, y estoy seguro de que, si el proyecto de la senadora Vivian Morales sale a flote, la mayoría vota para que los gays no puedan adoptar.

Gústenos o no, los toros no son sujetos de derecho y su vida no está por encima de la libertad de toreros y espectadores por repudiable que nos parezca su espectáculo; así como la vida de millones de animales no está por encima de nuestra libertad para matarlos y convertirlos en productos en serie. Debemos comprender que así como consideramos que es un crimen matar a un toro hay gente que considera un crimen el aborto; y así como nadie debería tener derechos sobre el cuerpo de la mujer que decide abortar, tampoco nadie tiene el derecho de obligar a los taurinos a que no asistan a un espectáculo que a los demás les parece cruel. 

Yo creo que los antitaurinos deberían redefinir su protesta. Por ejemplo, ganaríamos mucho si, en lugar de estar pensando en recoger firmas para un referendo inconveniente, presionaran al Estado para que regule los mataderos del país y así al menos poder garantizar una muerte digna a millones de animales que sufren a diario; o hacer campañas para concienciarnos de que todos somos cómplices del maltrato animal y nos importa muy poco mientras no nos muestren cómo muere nuestra comida. El problema es que cada vez me convenzo más de que los antitaurinos no tienen la conciencia animalista de la que se ufanan.

Yo, por mi parte, dejé de ser antitaurino hace muchos años, cuando comprendí que su protesta tenía más visos de revancha contra los asistentes a la plaza de toros que una real preocupación por el sufrimiento de los animales.

Twitter: @andresburgosb

 

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