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El primer entrenamiento que Bernabé tuvo con el equipo fue inolvidable. Aunque no entrenó directamente con los titulares del club, compartía con ellos casilleros, camerinos y duchas.

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Esa tarde tuvo a unos cuantos pasos de distancia a ídolos del fútbol venidos a menos que regresaban al país en busca de un retiro digno y a las jóvenes promesas que se mostraban cada fin de semana en busca de ser seleccionados para representar a Colombia en las copas internacionales. Era un sueño. A los pocos días ya saludaba con fraternidad a varios de sus héroes que hasta hacía un mes veía por televisión. Conoció el lado humano de “Perico” Martínez, uno de los defensas titulares del equipo reconocido por su agresividad en la cancha; se montó en el BMW de Jonier Medina, la estrella del equipo cuyo salario al mes era un poco más de lo que él se ganaría en el año. Sin ser nunca elocuente y sin siquiera pretenderlo, Bernabé fue haciendo amigos famosos con cada entrenamiento y sobretodo en las duchas en donde se ganó el respeto de sus deslenguados compañeros.

La primera vez que le habló a “Perico” Martínez le pidió con humildad que le firmara la camiseta del equipo italiano en donde su ídolo había jugado dos temporadas atrás, a lo que “Perico” le respondió: “tú eres el que tiene que firmarme la verga a ver si me crece igual”, y firmó con trazos aprendidos la camiseta, justo debajo del 2, número que lo identificaba. “Bendita sea esta mondá” le dijo a modo de despedida mientras le pellizcaba la mejilla. Ese fin de semana el equipo ganó de visitante y no podía ser más la dicha de Bernabé que sentía la victoria como propia. Mientras veía el partido con su mamá le iba comentando intimidades de cada uno de los jugadores que conocía y ambos se complacían con esa fama incipiente que experimentaba el negro. Como aún no hacía parte de la plantilla oficial del equipo, tuvo que pagar las entradas al estadio cuando jugaban de locales y mezclarse con hinchas apasionados que jamás lo reconocieron, no por sus gafas oscuras y la solapa alta que solía usar para encubrirse sino porque para ellos Bernabé no era nadie.

Sin haberse presentado aún ante la hinchada, ni siquiera como suplente, Bernabé se enfrentó por primera vez a una cámara de televisión: el club quería hacer un video institucional en contra del racismo y le pidieron el favor de que saliera ante la cámara y dijera las palabras mágicas que ya habían dicho los demás afrodescendientes que hacían parte del equipo: “dile no al racismo”. Eso era todo lo que tenía que decir que traducido en tiempo no significaban ni cinco segundos de su vida. Sin embargo el trípode, las luces y la parafernalia de la producción le generaron una ansiedad devastadora. Respiró profundo como lo haría luego cuando fuera a cobrar el penalti de su vida, se paró en la posición ensayada y esperó a que le dieran la señal de intervenir: “dile no al racismo” dijo Bernabé con una naturalidad que no esperaba y aunque le pareció una locución perfecta tuvo que repetir la toma varias veces más, exagerando los movimientos o vocalizando mejor el enunciado. “Es sólo para escoger la mejor versión”, le dijeron con la tercera repetición. En la sexta toma se acercó un hombre de chaleco que parecía tener jerarquía en esa sociedad de asistentes y le preguntó si podía hacer que la erre de racismo sonara mejor, “más vibrante y menos afrancesada” le dijo en un eufemismo de los que acostumbran a usar quienes trabajan detrás de las cámaras. Y el negro, con la nobleza del mundo en función de su lengua, lo intentó en muchas ocasiones pero lo más que consiguió fue producir un sonido africado más cercano a la che que a la erre. Desde ese día empezó su calvario lingüístico: el rumor de que no saldría en el video por su incompetencia fonética llegó a sus compañeros que en los entrenamientos lo llamaban “Begnabé” o “Aguilag” cuando no con vulgares apelativos frecuentes en el gremio pero siempre con la alternancia de la erre por la ge o por otro sonido tergiversado que lo pusiera en ridículo. “Négodo maguica” le decían cuando erraba el despeje.

Bernabé atacó el problema de inmediato: en primer lugar optó por aumentar las porciones de ají en su dieta, ya que su mamá le aseguraba que con un poco de picante su lengua se iba a soltar más fácil, pero viendo que su pereza articulatoria persistía, solicitó cita con una fonoaudióloga que le descartó en seguida cualquier problema de su aparato fonador y le explicó que lo que sufría se llamaba rotacismo, una dislalia selectiva que podía curarse con ciertos ejercicios prácticos. Mientras entrenaba en el gimnasio practicaba también para superar sus problemas de dicción repitiéndose las rondas infantiles sugeridas para conseguir la maldita vibración múltiple, pero todo parecía ser en vano. Era risible ver al negro musculoso levantar 200 kilos de peso a la vez que murmuraba: “erre con erre cigarro, erre con erre barril, rápido corren los carros por los rieles del ferrocarril”. Luego de unos días de agresiones verbales ya nadie recordaba su dislalia, sólo él que la veía como una afrenta a su éxito naciente. En su mente, el negro había magnificado a proporciones bíblicas su insignificante problema articulatorio. Su mamá, que lo veía ejercitar su lengua hasta las lágrimas, le sugirió que mientras superaba el problema, evitara formar enunciados con el mentado fonema, así que desde entonces, Bernabé repartía su tiempo de ocio en practicar la vibración lingual y en formar oraciones exentas de la erre que fueran tan versátiles para usar en la cancha como fuera de ella. Los primeros enunciados que empezó a usar con frecuencia fueron “pues ni modo”, “no me diga más” y “bien pueda”. Como sus conversaciones se iban haciendo cada vez más reducidas, tuvo que apelar al diccionario para formar nuevas expresiones neutras. El resultado fue la incursión en su vocabulario de palabras tan floridas como “obcecación”, “denuesto” y “estulticia” con las que formó oraciones para defenderse de las burlas cada vez menos frecuentes de sus amigos. Gracias a estas defensas grandilocuentes fue que pronto empezó a ser llamado Bernabé “el Erudito” Aguilar. El negro detestó la terrible ironía de recibir un apelativo impronunciable.

Las noches de putas dejaron de ser exclusivas de los fines de semana porque las jornadas de entrenamiento exigían cordura, así que Bernabé salía con sus compañeros más parranderos los lunes y los martes, y sólo los sábados y domingos cuando una eventualidad se presentaba, como ganar un clásico o celebrar un cumpleaños; aunque siempre prefirió el hermetismo de una tarde de lunes al bullicio de un fin de semana cualquiera, en gran medida porque Bernabé jamás volvió a visitar prostíbulos a solas sino que ahora llevaba consigo al menos a tres de sus mejores compañeros, todos reconocidos por la opinión pública.

De sus muchos amigos, los más apegados a los excesos de la noche eran “Perico” Martínez y Fernando “el Gavilán” Castro, quienes cada vez que podían, bebían y fornicaban como si no hubiera un mañana hasta que las primeras luces del día los sorprendían en algún antro y se veían obligados a aspirar un par de líneas de cocaína para retornar al mundo. Bernabé, que ya era consumidor frecuente de la droga y amante también del licor y de las prostitutas, encontró en sus amigos proyecciones famosas de sí mismo.

El club pasaba por un gran momento. Ya se había instalado en los cuadrangulares finales de la liga profesional de fútbol y era el principal favorito para hacerse con el título. Aunque Bernabé jamás había pisado el campo de juego ni figuraba en los listados oficiales del equipo, sí recibía cada victoria como un reconocimiento personal a su gestión como sparring; su ego aumentaba con cada gambeta de Jonier en el medio campo, con cada quite del “Perico” en el área y con cada gol de su coterráneo, “el Mariscal” Artunduaga, cuya fe cristiana interponía una barrera ética que le prohibía siquiera dirigirle la palabra a los de liviano carácter, como Bernabé.

***

Los controles antidoping son frecuentes en el futbol colombiano ya que se realizan por políticas internacionales emanadas de la FIFA. Al término de cada partido llaman a un jugador de cada equipo y le practican unas pruebas a partir de una minúscula muestra de sangre u orina. El turno le había tocado a Carlos Eusebio Martínez, un moreno oriundo de la Costa que fungía como defensa central del equipo y que había tenido una gran noche. Sólo sus amigos más cercanos, entre los que se incluía Bernabé, sabían por qué le decían “Perico” Martínez, pero después de que se dieron a conocer los resultados en los que su sangre contenía rastros de cocaína, el país también lo supo. Carlos Eusebio fue suspendido por el resto de la temporada y al término del semestre el Club Embajador le finiquitó el contrato. Bernabé entendió aquel llamado de atención ajeno como una advertencia de lo que podía pasarle si continuaba con sus excesos pero, de hecho, las noticias para el negro no podían ser mejores: la vacante que había dejado libre su amigo fue ocupada por Freddy Ramírez, uno de los defensas suplentes y se abrió un cupo en la suplencia que después de una semana de deliberaciones, fue conquistada por Bernabé Aguilar.

El debut de Bernabé se dio en plenas finales del fútbol colombiano: saltó a la cancha en su tercer partido como suplente y lo hizo en el minuto 89, en reemplazo de “el Gavilán” Castro quien fue despedido con un sonoro aplauso de agradecimiento por los dos goles que anotó en esa tarde. Bernabé había soñado con un debut más ritualizado en el que entraba a la cancha con el equipo iniciador mientras los hinchas lanzaban papeles picados y encendían bengalas; se imaginaba cantando el himno nacional y el himno de la ciudad, había querido escuchar su nombre en los parlantes del estadio seguido de un sonoro aplauso de bienvenida y anhelaba, por qué no, anotar un gol salvador en algún tiro de esquina para conquistar a los fanáticos desde el comienzo. Pero la realidad era otra: en cuanto ingresó a la cancha recibió un balón que se le pasó por entre las piernas y fue a perderse a la línea lateral; tal vez fue la presión de colmar las expectativas de las miles de personas que lo veían y que saltaban y cantaban haciendo temblar la grama de la cancha o quizás el desencanto de no ser nada más que una excusa para que el público despidiera al ídolo de turno, el caso es que sintió el mismo cólico de aquella vez en que Juliana lo puso en evidencia con la familia Posada y, por andar pensando en su comportamiento intestinal, se le fue la pelota al lateral. Los hinchas de crueldad infantil, como la de Juliana, empezaron a insultar al recién ingresado con ataques racistas e improvisaron un coro que se le quedó para siempre en su mente: Bernabé, no eres nadie Bernabé”.

Esa tarde no pudo tocar el balón en los cuatro minutos que jugó con estadio lleno. La frustración ahogó sus utopías infantiles y en cuanto terminó el partido se retiró a las duchas con un nudo en la garganta que se pasó entero. Cuando cayó la noche no quiso irse con sus amigos a embriagarse por la victoria sino que prefirió ir directo a su apartamento a llorar en el regazo de su madre, quien lo consoló como sólo las madres pueden hacerlo y lo dejó llorar hasta que las lágrimas se acabaron. Desde que Bernabé se enteró de la inexistencia de su hijo, su sensibilidad se había multiplicado. Le faltó poco para llorar en plena cancha cuando vio que perdía el balón de la forma más ingenua que un futbolista conociera pero pudo retener las lágrimas hasta abrir la puerta y encontrarse con su mamá. Bernabé sentía que en efecto no era nadie más que un negro con suerte que jamás satisfaría las expectativas de un público tan exigente como el de Bogotá. Ni siquiera podía articular bien las palabras por su problema de dicción que cada día odiaba más y hasta sintió que sus dones no eran más que vulgares maneras de interactuar con las putas que le dejaban hueco su corazón. Cuando Emperatriz escuchaba los argumentos que utilizaba su hijo para diezmar su autoestima, le causaba gracia saber que ese hombre que lloraba sin consuelo en su regazo era el mismo que había visto en la cancha del estadio más importante de Colombia, defendiendo los colores del equipo más veces campeón y enfrentando a los mejores atacantes de la liga. Ya habría tiempo para sanar el ego golpeado de su hijo, por lo pronto había que consolarlo como el niño que era.

Pasaron los días y Bernabé parecía sentirse mejor. Al final de cuentas, era un afortunado y en el fondo de su corazón lo sabía. Y gozó de una nueva oportunidad: el equipo tuvo un desempeño tan bueno en su cuadrangular que con un partido pendiente ya era finalista, por lo que la última fecha de las semifinales, el club saltó a la cancha con una plantilla alterna en la que figuraba Bernabé, para que los jugadores más importantes pudieran descansar de cara a la gran final. Los hinchas no acompañaron a este grupo de suplentes con la misma pasión que a los titulares pero aun así, fue una reivindicación para el negro que cantó los himnos como había soñado y aunque no marcó gol en el partido que terminaron perdiendo, tuvo una presentación decorosa, no obstante los insultos de los hinchas.

Al día siguiente el entrenamiento fue cordial y alegre. Pese a la derrota, los más experimentados agradecieron la digna presentación de sus suplentes y los invitaron a seguir trabajando por la titularidad. El director técnico se sumó a las muestras de cariño y tantos gestos de fraternidad tan pocas veces vistos por Bernabé, le aguaron los ojos y le apretaron la garganta, pero no dejaría escapar las lágrimas sino hasta una hora después en que en pleno sol de mediodía vio en la graderías de la cancha caminar a una hermosa mujer  de gafas oscuras y piel blanca. Era Alejandra que con su contoneo de negra tumaqueña había ido a buscarlo, como se había prometido la noche anterior que lo buscó en el televisor sin encontrarlo.

Esa tarde Bernabé comprendió que Alejandra lograba ponerlo más nervioso que veinte mil hinchas viéndolo hacer el ridículo, tanto que tuvo que abandonar su entrenamiento para defecar la angustia que le producía sentirse observado por ella. Luego de un baño reparador en las duchas, de vestirse con su camiseta de diseñador y empaparse de colonia Lacoste; salió con su morral de patrocinador y sus gafas oscuras a recibirla. Ella lo abrazó y dijo sentirse muy orgullosa por su participación en el partido anterior, del cual no se había perdido el menor detalle y, en seguida, comentó lo bien que lo veía con su pelo largo y sus tatuajes indescifrables…

Y de tatuajes y de fútbol estuvieron hablando de camino al apartamento de Bernabé que Alejandra se empeñó en conocer. La temperatura de las manos del negro, que ahora sabía conducir, había descendido a límites exasperantes a la vez que sudaban de ansiedad; si Bernabé era mal automovilista en su cotidianidad, junto a Alejandra, respirando su aroma y su aliento, manejar era una tarea casi imposible, por eso en un par de ocasiones estuvo a punto de estrellarse por simples torpezas, pero al fin lograron llegar al destino. Estando en el apartamento, Alejandra se impregnó de nuevo del aroma natural de Bernabé que estaba por todas partes; ese humor del que se había apropiado en las noches de sexo y que perseguía desde hacía tanto. Tal fue su éxtasis que aún en el umbral cerró sus ojos y aspiro profundamente para que jamás se le escapara el olor de trópico, volteó a mirar a Bernabé y le sonrió mientras el aire salía en forma de suspiro. Hubiera bastado un beso entonces para que ese cuerpo hermoso que ya estaba dispuesto para el amor perdiera el control por completo, pero Bernabé, que jamás comprendió las señales femeninas, no atacaría sino hasta su próximo encuentro. Por lo pronto, Alejandra, ya más despabilada, empezó la conversación disculpándose por haber callado lo de su aborto, pero en cuanto tocó el tema, se percató de su impertinencia y cambió el tono de la conversación. Prefirió más bien, indagar sobre cómo el escolta de la familia se había convertido en defensa de uno de los equipos más importantes del país. Bernabé entonces contó su historia. Alejandra sonreía al escuchar cómo el negro evadía el uso de verbos en infinitivo, se sacudía de adjetivaciones innecesarias y prescindía de sustantivos simples y frecuentes para invocar palabrejas curiosas que apenas si ella había leído alguna vez, de hecho en algún momento tuvo que sacar su celular para anotar una palabra y consultar su significado posteriormente: la palabra era genuflexo y Bernabé la había utilizado para significar su humildad ante Dios cuando en la misa se leía el evangelio.

Como era de esperarse, Alejandra se percató del afán de Bernabé por disimular sus dificultades articulatorias, que de hecho, a ella siempre le habían encantado: Bernabé tuvo desde niño una voz muy grave pero en sus enunciados solía combinar diferentes tonos y llevarlos a sus extremos, haciendo del agudo un acento muy alto y descendiendo el tono de su voz hasta límites sepulcrales en la siguiente sílaba. Esta tendencia, típica del Pacífico, se sumaba a la articulación exagerada de algunos fonemas oclusivos y a la irremediable pronunciación inadecuada de las erres. En síntesis, Bernabé tenía una pronunciación del español tan ridícula a los ojos de Alejandra, que evitar la presencia de ciertos fonemas y usar palabras inéditas en su discurso no hacía sino acentuar más sus otros defectos fonéticos; aunque, había que admitirlo, su esfuerzo desmesurado le atañía cierta ternura de cachorro. Al uso inverosímil de genuflexo se sumaron otras expresiones acaso más frecuentes en el idioma; Bernabé hablaba sin pudor de la senescencia, de entelequias o de viandas que adjetivaba con expresiones contumaces, expeditas y fluctuantes. Su discurso, como se puede suponer, era en exceso lento, ya que articular los enunciados le costaba una dificultad tremenda, por lo que en muchas ocasiones se atenía a responder las preguntas de Alejandra con un brevísimos sí o no.

“Supongo que es por esas expresiones extrañas que usas que te dicen “El erudito” Aguilar aseveró, alegre, Alejandra.

“Así es” respondió Bernabé. “Lo de mi apelativo se debe a que, leyendo, me di cuenta de que el lenguaje es muy amplio aunque la gente no lo sepa. Como todo el mundo habla igual, lo hago con la intención de que todos conozcamos léxico nuevo y de paso leamos más. Eso es lo bonito del idioma”. 

Y esta última respuesta sonó en él tan natural y espontánea, tan veloz en comparación con sus lentas construcciones gramaticales, que Alejandra nunca imaginó que su interlocutor la había memorizado previamente para cuando le preguntaran por su apelativo, y más aún, jamás sospechó la energía que tuvo que dedicarle a construirla evitando las erres ni el tiempo que invirtió para guardarla en su corta memoria.

“A mí no me engañas, Bernabé Aguilar” dijo Alejandra. Y cuando el negro se apresuraba a brindar una explicación, ella se le acercó a centímetros y complementó forzando y alargando las erres: “Ahórrate las explicaciones y hazme el amor. Quiero sentir tres  orgasmos hoy”.

Bernabé ya se había olvidado del frenesí de Alejandra y del poder de sus palabras cursis pero francas, y de sus uñas, que en ese momento lo aferraban por el pecho. El negro sintió como un amago de erección, una rasquiña en la entrepierna y un dolor bonito en el vientre; entonces, la acercó a su cuerpo rodeándole la cintura con su brazo descomunal y cuando sus labios gruesos y su lengua muy roja pretendían atacar al cuello blanco de la víctima feliz, sonaron unas llaves que abrían la puerta del apartamento.

Emperatriz habló largamente con Alejandra sobre tantos asuntos atrasados. Por ella se enteró de la operación de tabique de Juliana, de la separación de don Antonio, del grado en Literatura y del aborto infausto que un sueño ya le había revelado. La tarde inexorable se extinguió y Alejandra se fue con la promesa de volver pronto. Esa noche un vínculo místico, impensable en la lógica de Alejandra, fraguó sendos orgasmos en Bernabé y en ella en el epílogo de una rememoración mutua. 

Antonio también hubiera querido ir a un entrenamiento de Bernabé por varias razones, dos de las cuales podrían parecer suficientes: la primera, porque siempre fue hincha de “los embajadores”, y colarse en un entrenamiento para poder ver de cerca a los jugadores y quizás pedirles un autógrafo le resultaba grato; la segunda, por el cariño inmenso que sentía por el negrito que había visto crecer: en su corazón, Antonio nunca fue capaz de odiarlo por la aventura que protagonizó con su hija, al contrario, sentía por él cierta admiración por haberse atrevido a embarazarla en su propia casa, en las narices de toda la familia racista y miserable. Cómo no valorar ese espíritu porfiado que se había enamorado de su hija desde aquella vez que a los doce años quedó prendado al verla en pantaloneta y que había logrado conquistarla no sin poco esfuerzo; sin duda, ese mismo espíritu obstinado era el que lo había llevado al profesionalismo y más aún, le había alcanzado para tenerlo ad portas de levantar su primera copa de la liga. Antonio obviamente desconocía por completo los antecedentes de la relación de Alejandra con Bernabé y el sinnúmero de felices coincidencias que lo llevaron a la posición que ahora gozaba.

Pero en realidad, la principal razón para que Antonio deseara ver de nuevo a Bernabé era la posibilidad de encontrarse también con Emperatriz, a la que recordaba con vehemencia por esos días: la negra había marcado un punto muy alto en sus relaciones sexuales a la que ninguna otra, por muy linda o por muy puta, había podido acercarse. Así que mientras Alejandra se daba sus mañas para acercarse a Bernabé, Antonio se zambullía en el cielo nocturno de los burdeles buscando en las mujeres de alquiler formas, colores y olores parecidos a los de su amante perdida.

Emperatriz, por su parte, se posicionaba en el negocio. Parecía que la suerte de su hijo también la favorecía: había sido acogida por una agencia de acompañantes que le garantizaba  clientes adinerados y limpios, muchos de ellos extranjeros que encontraban en ella una belleza abrupta que los atraía. Si bien por algunos días no había hombres que desearan su pigmentación, semanalmente al menos le salían un par de trabajos. A sus casi cuarenta años la negra disfrutaba de la misma característica de su hijo que los hacía de edades inciertas, bien podía quitarse diez años y nadie lo notaría porque su belleza se había estancado en los mejores años de su juventud. Solía decirle a sus clientes que su encanto consistía en el color de su piel, pues no había hombre bogotano ni extranjero, por racista que fuera, que no hubiera deseado alguna vez en su vida tener sexo con una negra voluptuosa como ella. Y era cierto. Muchos clientes solían repetir las jornadas eróticas que les sabía proporcionar Emperatriz, pues tal era su ímpetu que era imposible consumirla en una única sesión. Con el mismo teléfono que le había regalado Bernabé y con el que llamaba a regañarlo cuando el negro se iba donde las putas, recibía las llamadas de sus posibles clientes. Ella contestaba coqueta con un parlamento aprendido y cuando querían verla previamente, los remitía a la página de internet de la agencia, donde se podían ver sus fotos de cara pixelada que algún día le habían tomado como si fuera una modelo y en las que, extrañamente, su piel se veía menos oscura de lo que en verdad era.

Emperatriz prefería los servicios en hoteles y a la luz del día porque en la noche sus clientes solían estar alicorados y en condiciones higiénicas diferentes; sin embargo, esa noche de fútbol en la que sabía que su hijo no iba a llegar, recibió la llamada de la agencia para un servicio urgente. Era para un hombre solitario, según decían, que buscaba a una prostituta con sus características. Emperatriz se bañó, empacó sus condones y se fue rumbo al apartamento cuya dirección había anotado previamente. Al golpear en la puerta abrió con prisa un hombrecito blanco y panzón al que le escaseaba el pelo y se le teñía de gris a la altura de las sienes. “Eres justo lo que quería” le dijo al verla, dejando escapar un tufillo de whisky y se abalanzó con ternura al cuello. La desnudó con delicadeza y recorrió su cuerpo hermoso con parsimonia y alabanza. “No digas nada” le decía cuando ella buscaba romper el silencio, y Emperatriz, obediente y amorosa, cerraba los ojos y se limitaba a disfrutar las sensaciones explayada en la cama recién tendida. Sentía unos dedos pequeñitos que recorrían su cuerpo y desaparecían en su centro, y una lengua que bajaba por el vientre que fue a detenerse justo encima de las falanges curiosas. Y floreció un dolor bonito y muy rosado que iba en aumento con cada salto al abismo. Pasaron largos minutos de estimulación y luego el inevitable orgasmo. El hombre también debió haberlo sentido pese a su embriaguez, porque de inmediato se detuvo y se alistó para el coito, renunció a la consabida felación previa e intentó una penetración que salió floja y breve. Cayó exhausto sobre el cuerpo sudoroso de Emperatriz y hundió su nariz entre los senos robustos que exhalaban humores exuberantes.

Hablaron largas horas esa noche mientras remataban la media botella de whisky que él había dejado. Sólo fueron interrumpidos por sendas llamadas de rigor de la agencia y al momento en el que el sueño los venció, durmieron abrazados como dos novios adolescentes. Esa fue la primera noche que Antonio pasó junto a Emperatriz, de las muchas que les esperaban juntos.

Gracias por su lectura y sus comentarios.

Aquí puede seguir leyendo la séptima entrega de No eres nadie Bernabé.

Twitter: @andresburgosb

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