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“Nada en exceso” dice una de las inscripciones del Oráculo de Delfos. Llevamos miles de años estudiando a los griegos y aún no entendemos muy bien la sabiduría que encierra ese precepto. Históricamente hemos dividido el mundo en dos bandos: los buenos, grupo al que pertenecen quienes piensan como yo, y los malos, o sea, el resto. No hace falta ni mencionar la devastación que nos ha causado ese maniqueísmo que los poderosos se empeñan en fortalecer, pero podemos darnos una idea por los diferentes nombres que esta dicotomía ha tenido a lo largo de la historia: cristianos contra musulmanes, blancos contra negros, ricos contra pobres, arios contra judíos… y aterrizando en Colombia, la misma vaina, conservadores contra liberales, católicos contra ateos, guerrilleros contra paramilitares, mamertos contra uribistas…

A veces pasa que hay que detenerse a pensar que el mundo no es a blanco y negro sino que hay una escala de grises que nos podemos estar perdiendo por nuestra contumacia ideológica, por eso hay que dejar que nuestras palabras tengan un filtro objetivo e intentar fracturar esa idea cristiana de que “quien no está conmigo está contra mí”.

Lo anterior lo digo porque en el marco de la crisis que afronta Venezuela, y que afecta a Colombia en muchos sentidos, algunos opinadores, empezando por la izquierda democrática, han preferido guardar un incómodo silencio antes que desdibujar su proyecto político, cosa que me entristece porque, como copartidario, pienso que las ideologías son firmes e imperecederas, pero los que las aplican, los gobernantes, los alcaldes, son como todos los hombres, falibles.

Así que en ocasiones nos hace mucho bien entender que la política no es, o no debería ser, la lucha del bien contra el mal, sino la búsqueda del bienestar colectivo. Y en sintonía con esa premisa, también hay que advertir que un buen líder no gobierna para los ricos o para los pobres, sino para todos. Por eso se cae de su peso que la izquierda colombiana pretenda con su silencio legitimar las barbaridades que pasan en Venezuela, o que los fanáticos de izquierda se pongan a defender lo indefendible basándose en falacias o en improperios contra los que piensan diferente.

Y antes de que me lapiden o me llamen uribista o qué sé yo, habría que aclarar que no creo en la apertura de mercados, ni en la inversión extranjera, ni en la solución del conflicto por vía militar… pero tampoco creo en un gobierno como el venezolano que no le da garantías a la oposición, que tiende cortinas de humo para desviar la atención de sus graves problemas sociales o que tiene por presidente a un pusilánime que ni siquiera sabe dónde está parado. Y todo esto lo sé no porque me crea todo lo que dicen los medios, manejados por multinacionales y grupos económicos poderosos, no, sino porque el sol no se puede tapar con un dedo y es innegable que Venezuela está en crisis. Por eso los habitantes de Caracas no pueden salir de noche y las mujeres cargan dos bolsos en el carro, uno que es “robable” y otro en el que cargan sus documentos; por eso hay un desabastecimiento indigno tanto para pobres como para ricos, entre otras muchas cosas que seguramente un buen fanático dirá que son inventos de la derecha o que es una conspiración de la oposición para preparar un golpe de estado.

Lo curioso es que esos mismos fanáticos, que no aceptan ni un ápice de disentimiento con la izquierda, son ridículamente meticulosos cuando es la hora de criticar a su contraparte. Y lo triste es que su contraparte, en lugar de reflexionar o examinarse, usa exactamente las mismas tácticas difamatorias: la calumnia, la falacia, el oprobio… y mientras eso pase, mientras ocultemos nuestros errores por mantener vigente un discurso en vez de aprender de ellos, seguiremos enfrascados en las mismas diferencias que los griegos intentaron superar.

Nada en exceso, querido fanático de izquierda. Nada en exceso.

Twitter: @andresburgosb

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