A veces, simplemente no somos suficientes. Aunque nos esforcemos para cambiar las cosas en las que creíamos estar correctos dejándolas atrás para ceder, a nuestra manera, para tratar de hacer felices a las personas que nos rodean.
Esos cambios, que para nosotros son serios, importantes y además, inmensos a nuestro juicio, se caen sin fuerza al aterrizar en la realidad de no ser valorados por la persona a la que tan dedicadamente tratamos de agradar y hace que la desilusión se abra ante nuestros ojos llenándonos de dudas, tristeza y sobretodo impotencia. El sentimiento más difícil de manejar.
Consideramos injusta a esa persona, nos damos con toda el alma como castigándonos por nuestra estupidez y después de todo nos vamos dando cuenta que lo simple es a veces lo más difícil de lograr y que nos complicamos mucho la vida tristemente porque así lo hemos decidido de manera innata.
¿Pero vale la pena?
En un escenario donde la persona a la que nos morimos por agradar se diera cuenta, notara y valorara nuestro esfuerzo, lo valdría… Pero en el caso específico del que estoy hablando, definitivamente no vale la pena, ni mucho menos el esfuerzo por mostrar algo que esa persona simplemente no va a ver.
Lo más triste de todo es que perdemos nuestra energía y nos rompemos el alma para agradar a mucha gente cada día en el trabajo y en la vida personal hasta el punto en el que cambiamos nuestra forma de vestir, de hablar y de ver el mundo como alguna vez lo vimos, con la seguridad de nuestro ser.
Por es bueno entender eso; que no todo ni mucho menos todos merecen que nuestra vida cambie para agradar a alguien a quien no le importa, es bueno entender que no vale la pena cambiar lo que sentimos para ser aceptados en un grupo. Y lo más importante, entender que debemos elegir por quién cambiar sólo cuando estemos seguros de que seremos valorados.
Evidentemente también es bueno ponernos en el lugar de quien pretende cambiar, porque también lo hacemos. Hay que dejar el orgullo y valorar a quien cede y cambiar algo por nosotros para ser recíprocos y dejar la balanza nivelada.
Abramos los ojos y la mente, entremos en detalle a valorar sin dudar entre lo que nos molesta de los otros y aceptemos la realidad de que somos diferentes. Los juicios duelen, imponer también. Seamos mejores a partir del entendimiento y seamos justos con nosotros mismos y nuestros sentimientos… No siempre tenemos que ceder y tampoco merecemos que nos den todo a nosotros. De las dos nos toca aguantar y eso es innegable. Entenderlo es básico para encontrar el balance.
No desesperar es la clave y no dejar pasar tiempo es el mejor consejo. Si no funciona y no hay valor ni entendimiento, simplemente no vale la pena. Sin ofender, sin agredir y sin estallar es mejor irse. Pero si el diálogo y la comprensión se unen en un mismo lenguaje, seguro habrá manera de solucionar, de ceder y de entender a los otros sin que cambiar sea un recorrido doloroso, sino que sea parte de nuestro crecimiento y aprendizaje en este mundo complejo de las relaciones interpersonales.
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