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Las investigaciones y revelaciones que los Estados Unidos comenzaron a destapar sobre el inmenso escándalo de corrupción en toda América Latina causado por Odebretch, la compañía de construcción más grande el hemisferio, han empezado a rendir frutos en el continente. En Brasil y Perú dos poderosos e influyentes expresidentes son condenados a prisión. Hay investigaciones en curso en República Dominicana con varios condenados. En Guatemala, Ecuador y Argentina las investigaciones continúan, con algunos responsables ya en proceso de condena penal. En Colombia, uno de los países en el centro del escándalo, los organismos electorales y penales siguen “investigando”. La lentitud es tal que existe el riesgo de que no haya condenas por “preclusión de términos”. La real impresión que el avance de estas investigaciones en Colombia ofrece es que los tentáculos de la corrupción, y la idea de que la ley en Colombia aplica solo para algunos, no es solo una idea. Es una realidad.

Las campanas de Santos y Zuluaga están acusadas de haber recibido fondos de la Constructora brasileña y el país no ve ningún avance para que los responsables, de ser hallados culpables, paguen por sus delitos. Perú y Brasil no son propiamente modelos de transparencia y honestidad en el sector público. Tampoco lo son República Dominicana, Guatemala, Ecuador o Argentina. La democracia brasileña en especial lleva ya varios años de escándalos al más alto nivel y Perú tiene una reputación de altos niveles de corrupción a nivel estatal e institucional. La diferencia es que, en estos dos países, que sufren el flagelo de la corrupción tanto o más que Colombia, La justicia ha actuado, y lo ha hecho con figuras políticas que parecerían intocables.

La corrupción en campañas políticas ha existido en toda la región, prácticamente durante toda nuestra vida institucional, pero el hecho de que en Colombia los poderosos y los políticos de las altas esferas de poder en el país parecen estar por encima de la ley, deja al país muy mal parado en el concierto regional, y nos hace ver como una nación donde la corrupción realmente se ha apoderado de nuestras instituciones políticas, y más tristemente aún, de nuestros organismos de control. Es posible que la impunidad termine venciendo en este escándalo en la mayoría de los casos, pero el hecho de condenar a dos poderosos expresidentes es un símbolo, un mensaje claro al mundo de que en algunas naciones de nuestra región no parecen haber intocables. El mensaje que Colombia está mandando al mundo es aún más claro: en el país sí hay intocables, y la justicia solo actúa para aquellos que no tienen el poder, el capital o las influencias para defenderse. Los demás están por encima de la ley.

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