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Los radicales le temen a la ciencia, porque sus argumentos no parten de la razón, sino de la pasión. Y en esa categoría caen aquellos extremistas que han desdibujado las preocupaciones sobre el medio ambiente y el bienestar social con el absurdo de una sociedad sin minería. Este extremo evade responder las preguntas más básicas, como, por ejemplo: ¿de dónde van a salir los minerales (la arena y el cemento) para que los más humildes construyan sus casas? ¿con qué mineral se van a hacer las vías que se necesitan para conectar, entre otros, a los campesinos con los mercados? ¿cómo se va a purificar el agua sin los filtros de carbón? ¿de dónde vamos a sacar la energía que usan las termoeléctricas en las zonas más apartadas y pobres del país? ¿cómo vamos a conseguir los recursos necesarios para el post-conflicto o para la inversión en educación y salud de los más marginados? ¿vamos a negarles a las comunidades que han vivido marginadas en zonas apartadas, la oportunidad de tener otras fuentes de ingreso diferentes a la limosna de los subsidios del Estado? ¿dejaremos que, en ausencia de una minería legal, prospere la extracción ilícita de minerales que ha engordado las arcas de los grupos armados?

La radicalización de quienes se oponen a toda forma de minería en vez de buscar caminos para que la minería se haga de manera responsable y bajo el control estricto de las autoridades de gobierno, los ha llevado a aferrarse a frases de guerra que han logrado echar raíces en una sociedad movida por el miedo. Estos eslogan como “agua sí, minería no”, “agricultura sí, minería no”, “turismo sí, minería no”, “valores sí, minería no”, no son otra cosa diferente a un listado de opciones binarias, excluyentes como toda posición radical.

Es por esto que aquellos que han hecho del extremo su bandera, le tienen miedo a que las universidades se involucren con estudios científicos orientados a responder las preguntas que a diario se hacen los ciudadanos sobre la minería. Así es que, por absurdo que parezca, mientras los académicos más reputados del país, piden a gritos un aumento al exiguo presupuesto de ciencia y tecnología, la Universidad Industrial de Santander ha tenido que ceder a la presión de una minoría radical de la institución, y privarse de realizar proyectos de investigación en convenio con la empresa Minesa.

No es la primera vez que este tipo de presiones sobre la academia ocurren. Solo por citar el más reciente, hace apenas un mes, un portal llamado “conlaorejaroja.com” lanzó acusaciones absurdas contra la Facultad de Minas de la Universidad Nacional de Antioquia, con ocasión de unos convenios de investigación que habrían adelantado con Anglo Gold Ashanti. A pesar de la dudosa rigurosidad del portal donde se señalaba al ente educativo de estar siendo “comprado por los intereses de una multinacional”, la Universidad emitió un fuerte comunicado rechazando las acusaciones y pidiendo respeto a una institución con más de 150 años de historia. Desde luego, la Universidad Nacional de Colombia tiene la reputación suficiente para poder ‘frenar en seco’ aquellos que, desde los extremos, quieran poner en duda su independencia académica y técnica.

Así las cosas, pareciera entonces que, además de autoridades de gobierno fuertes y empresas que sean reconocidas por su compromiso por la minería bien hecha, vamos a necesitar de psicólogos, que traten a los anti-mineros radicales de una enfermedad que tiene nombre: se llama Epistemofobia, y no es otra cosa que un irracional, persistente, anormal e injustificado miedo al conocimiento.

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