Se equivocan quienes creen que las grandes transformaciones del mundo se construyen sobre la indignación y el sacrificio.
La primera, la indignación, ha sido la plataforma sobre la cual se han erigido las peores dictaduras y los líderes populistas, todos cabalgando sobre el recurso fácil del miedo al futuro. La fórmula, que casi siempre va acompañada de un falso sentido de sacrificio y de líderes que se presentan como “víctimas de su destino”, es una invitación a desconocer cualquier logro de nuestra humanidad para proceder a poner como punto de arranque la destrucción de lo que se haya construido. Por el contrario, estoy convencido de que para cambiar el mundo se necesita optimismo y ambición.
Cambiar el mundo no se reserva a quienes tienen el poder de mover enormes ejércitos de personas y recursos para hacer grandes transformaciones, sino también para aquellos que, como gotas de agua golpean una piedra una y otra vez hasta romperla.
Para cambiar el mundo hay que ser capaz de reconocer lo que ha avanzado la humanidad, y ver esos logros reflejados en nuestro entorno directo. Si se mira cuidadosamente la mayoría de esas cosas que nos indignan hoy en día, son asuntos con los que convivíamos en el pasado sin siquiera inmutarnos: desde comportamientos ciudadanos (ej. manejar borracho), pasando por actitudes cotidianas (ej. machismo), hasta llegar a la forma de reconocer la dignidad humana (ej. inclusión y respeto a los derechos humanos) nos sirven para poner en perspectiva cómo eran las cosas antes. Desde luego, no se trata de ignorar que aún hay mucho camino para recorrer, y que hay enormes injusticias y problemas que persisten en nuestro mundo actual. Pero solo vamos a creer que somos capaces de resolverlo, si el optimismo nos dice que seremos capaces de lograrlo, y si reconocemos sin prejuicios las innumerables evidencias que muestran que, en apenas décadas, se ha reducido la pobreza, han aumentado las oportunidades, mejorado la educación y la salud y, en general, se ha avanzado significativamente hacia la dignidad de las personas. Si no creemos en que eso ha ocurrido, y el pesimismo es la herramienta sobre la cual navegamos, habríamos fracasado antes de empezar, pues nuestros esfuerzos no serán sino un sacrificio inútil que, como Sísifo, consistirá en subir una piedra a la cima una y otra vez.
Y cambiar el mundo es una tarea enorme. No hay objetivo pequeño cuando se trata de hacer de este un mejor lugar para vivir. Por eso hay que tener ambiciones y siempre, siempre, pensar en grande. Hay un dicho africano que dice que “se requiere una aldea para criar a un niño”… y mover a la aldea implica tiempo y esfuerzo. Gracias al optimismo, ese convencimiento de que se puede cambiar el mundo, encontramos el entusiasmo necesario para mover cualquier obstáculo que se pose en el camino de un mundo mejor. Cambiar el mundo no se reserva a quienes tienen el poder de mover enormes ejércitos de personas y recursos para hacer grandes transformaciones, sino también para aquellos que, como gotas de agua golpean una piedra una y otra vez hasta romperla.
Es un orgullo para mí, pertenecer a una organización que lleva seis años cambiando el mundo con optimismo y ambición. Cuando las tareas cotidianas dan un espacio para girar, y apreciar el recorrido de los aportes de JA&A al desarrollo de Colombia, sólo queda admiración por lo que ha logrado el equipo de personas que trabaja en esta organización y ver que la realidad ha excedido al más optimista y ambicioso de los pronósticos. Con semejante prueba, ¿cómo no creer que son esos los dos principios para cambiar el mundo?
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