Junto a otros once directivos, Florentino Pérez intentó acabar con la competencia en el fútbol y propuso una Superliga en la que muy pocos equipos se adueñan del deporte.
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Son tantas las palabras que vociferé el domingo pasado tras el anuncio de la Superliga, que es muy difícil enfocar esta columna. El proyecto de estos doce clubes, liderados por Florentino Pérez, es un insulto al fútbol, a sus aficionados y a la cultura europea. Es el cinismo y la codicia de quien solo ve dinero, poder y beneficio personal a su alrededor. Es, sin lugar a dudas, el lado más radical y oscuro del capitalismo. Un torneo con ganancias estratosféricas en el que quince de sus veinte participantes tienen entrada vitalicia y solo hay cinco cupos para el resto de los mortales. En busca de dinero, los clubes olvidan que son sus trofeos, sus goles y sus equipos que ganaron por mérito en el campo quienes los llenan de prestigio. Eso y que el fútbol, antes que un negocio, es una expresión cultural y hace parte de la sociedad.
Y si voy a criticar este acto, no puedo olvidarme de la FIFA y de la UEFA. En esta disputa creada por el anuncio de los doce clubes, las dos entidades visten el uniforme del aficionado, pero lo hacen por razones iguales de egoístas a las del señor Pérez y compañía. Año tras año han volteado la mirada mientras varios equipos inflan su presupuesto, hacen fichajes con pagos debajo de la mesa y atraen a menores extranjeros a sus canteras sin cumplir los protocolos. Las pocas sanciones son meramente decorativas, para fingir que hay una autoridad, mientras que de la noche a la mañana varios clubes pueden darse el lujo de comprar la ficha de un jugador por un precio mayor a lo que cuesta renovar una estadio de 80.000 personas. Cubrieron todo porque beneficiaba a sus torneos y recibían ingresos por su negligencia. Muchos de esos clubes hoy hacen parte de ese grupo que se revela, porque así puede suceder con los hijos malcriados.
En la guerra de quienes manejan este negocio es difícil encontrar quién se salva. Pocos entienden lo que el fútbol significa fuera de los números. Para eso es necesario hablar con los entrenadores, con los jugadores y con aquellos que alguna vez hemos llorado por un partido. No me sorprende que seamos esas personas quienes peleamos en contra de un torneo en el que el mérito deportivo desaparece para favorecer, o al menos eso creen sus fundadores, al espectáculo lucrativo que llevará al fútbol a niveles (de dinero) nunca antes vistos.
Pero este juego no se trata de eso. Hace un par de años, al ser preguntado sobre una posible Superliga de este calibre, el periodista Axel Torres dijo, con toda la razón, que el fútbol no nació siendo negocio ni espectáculo. Antes de aquello, era un juego y un deporte de competencia. Dos equipos con un mismo número de jugadores, un balón, dos arcos, unas reglas y un objetivo: meter el balón en el arco más veces que el rival en el tiempo establecido. Como explica Luciano Werincke en ‘¿Por qué juegan once contra once?’, las reglas se moldearon poco a poco, pero siempre hubo algo a su alrededor: mérito deportivo. El principio más sagrado fue, ha sido y debe ser siempre el siguiente: que gane el mejor. El fútbol, por lo tanto, es un tema de quienes están en la cancha. Ganas partidos y trofeos porque gestionas mejor que tus rivales lo que el encuentro propone. Pierdes por lo contrario. Tus méritos deportivos te ubican en tu lugar y en cada momento luchas por mejorar tu situación.
Crear un torneo en el que casi todos sus equipos participan de manera vitalicia y no necesitan justificar su cupo con su juego es romper todo ese molde básico. Si, además, la participación les garantiza mucho más dinero de lo que ingresan equipos que no disputan esa competición con ellos, pero sí otras, adulteran la competición y abren la brecha entre unos y otros de manera injustificada. No importa que la Superliga reparta un porcentaje del dinero al resto, pues eso solo perpetua en el poder a unos equipos, de los que otros dependen para sobrevivir.
Florentino Pérez argumenta que lo hace por los aficionados, intención que pongo en duda. Independientemente de eso, el juego también es de quienes lo observamos, pero no porque seamos sus clientes. Nosotros queremos al fútbol por lo que es, no porque se haya moldeado para nosotros. Por eso, entender esto como un mero producto o servicio del mercado es simplista. Los aficionados apoyamos y empatizamos con quienes lo juegan y compiten. Eso nos hace participar de su entorno. No por ello debe cambiar y ser primero una atracción masiva antes que una competencia.
Además, dicha interacción crea cultura, en especial en Inglaterra, tierra que vio nacer el juego y en donde sus aficionados lo sienten como los colombianos sentimos el vallenato. Puedes ganar dinero a partir de ello, no hay problema, pero debes respetar qué es y qué significa. Aquellos que no lo hacen, solo se lucran a partir de un irrespeto.
El fútbol está en un mal momento económico, como casi todas las industrias. Mientras pasa la tormenta, lo mejor es reducir costos en vez no buscar más ingresos, como dijo Karl-Heinz Rummenigge, directivo del Bayern de Múnich, uno de los grandes clubes que no aceptó jugar la Superliga. Después de ser todo lo que mencioné, el fútbol sí es negocio, pero quien pretende producir a partir de este deporte debe entender aquello que vende.
Afortunadamente, tras presiones de gobiernos y entidades, así como un rechazo rotundo por parte de aficiones, jugadores y entrenadores, varios de esos doce clubes dieron media vuelta y hoy el proyecto de la Superliga está suspendido. Pero el daño ya está hecho y cuesta pensar que Florentino Pérez se quedará de brazos cruzados. Además, aunque la Superliga, como cura, era peor que la enfermedad de la UEFA y la FIFA, debemos aprovechar esta oportunidad para entender que sí es necesario hacer reformas en el fútbol. No a su formato de competición, sino a sus dirigentes, que hace rato dejaron de pensar en el beneficio del deporte. Lamentablemente, pienso que el negocio ganará al juego y, ese día, quizá abandone este espacio.
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