Después de pasar un mes en México, acostumbrándome al acento y a la jerga variada, la selva Maya y los textiles Tzotziles, llegué a la grande y bulliciosa Bogotá. Me alegré mucho de ver las montañas que le faltan a Quintana Roo.
Con el tiempo, he encontrado algunas similitudes entre México y Colombia: las hormigas que me ofrecieron en la oficina tienen un sabor parecido a los chapulines chiapanecos. El tamarindo, en varias formas, es muy popular y muy sabroso en los dos extensos países.
Las frutas no son comparables con las de Inglaterra. Aquí hay frutas que no te puedes imaginar.
En Mérida, Yucatán, fui a una fiesta electrónica en el patio de una galería Maya, con proyecciones visuales y una multitud de bailarinas rodeando al DJ. En Tulum, se hacen fiestas mensuales para celebrar el plenilunio. El espacio era bien chido, debajo de palapas en la playa. El DJ era alemán, no era mexicano.
En mi primera noche en Bogotá fui a Matik matik, donde escuché a los increíbles Animales Blancos, un trío bien chévere. Andrés Gualdrón (percusión, voz) era el narrador, el dirigente humilde; Santiago Jiménez (guitarra) aportó la energía y Jorge Villegas (bajo) proveyó la emoción. El mixing, muy importante, estuvo a cargo de Milthon Piñeros (sonido), el héroe.
Escuchamos también a Mula, un grupo que se compone de mucha gente, un grupo de improvisación. Era enérgico, dinámico, progresivo, una buena mezcla de jazz, de rock, de instrumentos de viento y de sonidos electrónicos, su mezcla me parecía muy colombiana.
En Urania, un ‘barcito’ en Chapinero, había un cantante y un pianista. Tocaban canciones típicas latinoamericanas. Con un poquito de Ed Sheeran. ¡Lo gracioso es que acá tocan canciones inglesas para complacer a los extranjeros, cuando en realidad lo que quieren escuchar es música latina! Conocí al pianista afuera, fumando un cigarro. Era muy simpático y hablador y me contó historias sobre su experiencia tocando música latina en el Medio Oriente: en los hoteles de Omán y de los Emiratos Árabes, ¡qué sorpresa! La música Latina viaja a todos lados del mundo.
Al siguiente día, estuve en Salitre Plaza. Después de no conseguir número de celular local ni lograr sacar dinero, me di cuenta que no he descansado mucho y que no he comido en dos días (aparte de unos plátanos y un aguacate).
Luego, caminé dos horas en Chapinero para ubicarme con el barrio (me perdí) y al final encontré la bandeja paisa más rica de toda mi vida. Un regalo lleno de patacones perfectos, frijoles gigantescos y tajín, ¡algo que reconocí de México!
Caminando por la séptima que, como he aprendido, está cerrada los domingos como sendero peatonal, vi que en la calle se vende de todo: muñecas antiguas y repulsivas, Barbies desnudas al lado de casetes que quizás un chico enamorado había dedicado a su amor, libros sobre One Direction al lado de otros sobre Leonardo Da Vinci, imitadores de Michael Jackson y un grupo de garaje, muy joven, tocando su primer concierto.
Gracias a mi bandeja paisa, sin carne pero con chicharrón, no tenía ganas de probar las cosas tan ricas que veía: mazorca asada, aguacates enormes y arepas frescas.
Tengo muchas ganas de conocer Bogotá, y si tengo suerte, también otras partes del país.
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