- Esta es la continuación de la crónica que tenía guardada desde hace dos años sobre una grata experiencia que viví en el Paisaje Cultural Cafetero. La próxima semana vuelvo con historias de Marruecos.
Son las nueve y siete minutos de la mañana. Volvemos al trabajo. En un radio suena Vicente Fernández y en otro J-Balvin. Algunos sacan sus dotes de cantantes y, aunque yo quiero unirme a este karaoke itinerante, no sé a cuál de los dos ritmos pegarme. Estoy sudando a mares. Me pongo el gorro porque el sol poco a poco calienta más. Al mismo tiempo, veo varias ramitas llenas de hormigas y esa visita que había anunciado previamente acaba de suceder. Me sacudo las botas hasta que no veo un solo punto negro en ellas y pongo toda mi energía en ignorar que me han picado.
Cuando no hay música cerca, es uno solo con sus pensamientos. ¿Qué estará pasando por la mente de Camilo? Yo me concentro en los diferentes rojos de los granos de café y en lo que me hacen pensar: unos tienen el color del chile, otros me hacen salivar con su forma circular parecida a las uvas y unos más, por su color, me recuerdan a los tomates cherry. Perdida entre mis pensamientos, escucho los pasos de uno de los recolectores. Cuando lo miro a los ojos y le sonrío, se pone en la tarea de contarme un poco más de su vida. Se llama Ancizar, llegó del Tolima hace veintitrés años y me ha puesto conversación desde el primer momento del día.
El polvo y la mugre de la tierra no se notan porque usa una camisa café. Una gorra azul le cubre los ojos de los rayos del sol y le falta un diente. Tiene dedos como ramas, manos grandes y ojos brillantes. “Uno entre más livianito ande, mucho mejor, porque en una tierra de estas que es muy plana, uno se cansa mucho de la cintura si lleva el costal pesado”. Aprendo mucho con estas conversaciones cafeteras, aunque esto último que dice, ya me lo había dicho el cuerpo: entre más peso, más dificultad. Después de llenar el canasto con granos maduros, estos van a un costal que lo acompaña a uno durante todo el surco, pero, antes de que se llene mucho, Faber llega con otro costal para que el camino no se haga tan pesado. En el tiempo que duro como recolectora, no alcanzo a llenar ni siquiera el primer costal. No obstante, el que llevo conmigo, tiene granos bonitos, todos rojos. Y Alejandra me da su aprobación cuando llega a saludarme.
Alejandra es la jefe en la finca. Es más bajita que el cafeto en el que estoy recolectando, su pelo es negro azabache y las botas plásticas denotan su experiencia en el campo. Me dice que ella se demoró dieciocho minutos en un árbol y con eso activa mi curiosidad. Recolectar el café de un árbol con dos ramas en una misma raíz, en temporada de cosecha y muchos granos rojos me toma trece minutos.
Faltan cinco minutos para las doce del día y es hora de ir al comedor. Subo desde los surcos con Faber a mi lado. Es un señor amable y servicial; viste una polo amarillo de rayas azules oscuras horizontales. Dice que acá el ambiente es bueno y que, al no permitirles consumir vicio, entonces es un lugar sano, donde se respetan entre todos. Se escuchan una excavadora y las voces de todos los recolectores mientras les sirven el almuerzo. Me quedo lejos observando. A la derecha de la edificación hay unos baños para los que duermen acá, donde alcanzo a observar un jabón líquido y tres cuchillas.
Almuerzo con Alejandra. Uno de sus principales objetivos es que la gente aprenda a tomar un buen café colombiano; que el producto bueno se quede en el país y que la gente pida más del café que producen en la finca por su buena calidad. Según ella, es triste que la cultura del café se haya perdido porque no es rentable. Por esa razón, los caficultores se pasan a otras cosechas, como el plátano y la naranja. El precio del café está por debajo de los costos de producción la mayoría de las veces y, en fincas como esta, de casi cuarenta cuadras, deben buscar diversificar la oferta.
Después de almorzar, volvemos al cafetal. Pasan muchas loras y alcanzo a ver un pequeño pajarito que se posa sobre las ramas de un cafeto. El cielo es alto y despejado. Los rayos del sol son cálidos. Los hombres que me acompañan, gente del campo, son alegres y bullosos. Mientras uno canta, el otro recocha. Uno dice guachadas y el otro, vulgaridades. Alguien tose y, a pesar de que todavía estamos en pandemia, nadie usa tapabocas en el cafetal.
Hablan de los patrones en las diferentes fincas donde han trabajado y sobre la filosofía laboral de cada uno de ellos. Me encanta que las historias que cuentan distan perfectamente de la mirada serena de hombres como el Paisa. Tiene cuarenta y tantos años, el cuerpo sólido, la barba entrecana y no parece que se ría a menudo. Lo que sorprende es que este, como muchos en el campo, es un oficio lleno de culturas, costumbres, acentos y diversidad. Acá hay personas de todas partes del país, con comportamientos y genios diferentes, que hacen de la experiencia una más significativa.
Termina la jornada antes de las tres de la tarde y cada uno pide unos minutos más para terminar de recolectar los granos del surco en el que están trabajando. Salimos todos con los respectivos costales hacia la zona donde se pesará el café. Camilo cogió 107 kilos, pero ha tenido días donde recoge 350. Hace mucho calor, pero cada uno se toma su tiempo y espera su turno. Es un segundo piso y entre todos se ayudan a subir el producto final. Mi costal pesa 19 kilos, peso mínimo comparado con los demás pero, como dicen ellos, «gracias a Dios terminamos la jornada».
Los que logran recoger las cargas enormes al final de la jornada son leyendas vivientes por su habilidad y las proezas numéricas que alcanzan, sumando un grano tras otro a una velocidad de superhéroe. Camilo, después de un día de diez horas, de las cuales ocho horas las pasa en la montaña cortando café, observa el cielo rosado clausurar el día y con esa seña, agradece que es tiempo de ir a casa y descansar.
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