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Hay dos razones por la cuales no pude ir a la playa nudista para escribir la historia con la que quería dar inicio al verano: amaneció muy gris el día y tengo quemados el abdomen y las piernas. Sin embargo, como hay que ponerse creativa, decidí visitar dos terrazas que hay en Barcelona para ver la ciudad desde otra perspectiva. Eso sí, les confieso, para mí los textos más difíciles de escribir son los que se salen completamente de lo que tenía planeado y por eso este me costó tanto terminarlo.

La primera terraza que visité fue la del centro comercial Arenas, ubicado en Plaza España y la cual tiene una de las mejores vistas panorámicas de la ciudad. Desde el cuarto piso puedes observar tanto como tus ojos estén preparados para retener. Algo diferente vas a ver y todo depende del lugar que escojas para sentarte. Si te ubicas al lado derecho del ascensor exterior, puedes observar la torre del Pueblo Español, las luces del recinto deportivo, el Museo Nacional de Arte de Cataluña al final de la calle, las cuatro columnas que se alzan sobre la fuente, las dos torres que culminan en triángulo, las dos entradas a la Fira Barcelona, en cuya entrada derecha hoy hay un letrero de Anime y la escultura que hace una alegoría poética a España, la cual se sitúa sobre un estanque triangular con tres nichos de grupos escultóricos que simbolizan los ríos que desembocan en los tres mares que rodean la península ibérica.

Una familia latina se detiene a mi derecha y hablan sobre lo que significa Montjuic, la montaña sobre la cual está construido el Museo que vemos. Graban la escena y hacen un comentario importante sobre lo que observamos. Alrededor de la escultura, que justo hoy no tiene agua en ninguno de sus nichos, hay una rotonda y no dejan de pasar coches por ahí. «¿Que si lo construyeron los árabes?» pregunta el tío, que viste camisa roja. El sobrino le responde que su nombre significa «judío» junto a otra información importante. «Museo Nacional de arte mis queridos amigos» reporta el tío mientras sigue grabando. Se ríen y me encantan esos momentos de familiaridad que me hacen recordar a los míos.

Abajo esperan quince peatones y cuatro ciclistas para cruzar la calle. Veo dos buses azules que viajan hacia el aeropuerto, dos estaciones de bicing y siete taxis esperando a los turistas que se alojan en el hotel Catalonia Barcelona Plaza. Rodeando toda la terraza hay una baranda con 23 barras de metal que evitan que las personas hagan locuras. Las primeras doce, de abajo hacia arriba, son un poco más gruesas que las otras y su color gris resalta con el rojo de los otros elementos que decoran el centro comercial. Aquí he venido un par de veces durante mis visitas a la ciudad. Sentir el viento y disfrutar la ciudad de otra manera siempre será uno de mis pasatiempos favoritos. Suena una ambulancia y por primera vez me doy cuenta que acá arriba, en la cúpula, hay un teatro donde presentan musicales.

Camino en el sentido contrario a las agujas del reloj. Cerca de la entrada que da paso al interior del centro comercial, hay una pareja sentada en el suelo, dos chicos conversando y otro más fumando. Desde aquí puedo ver un restaurante de carnes y dos edificios más hacia allá, la piscina de un hotel con dos huéspedes disfrutándola en esta tarde fría. Hacia este lado veo muchos iconos de la ciudad. Las torres Mapfre, la Sagrada Familia en construcción e incluso la punta de la Torre Agbar si me paro en la barra de hierro anclada al suelo. Intento hacer equilibrio, pero quiero pensar que es el viento el que no permite que dure más de dos segundos de pie. Menos mal despejó un poco y el cielo está un tris azul. Me vuelvo a encontrar con la familia que estaba transmitiendo sobre Montjuic y escucho la conversación de una de las señoras además de los múltiples ladridos de los perritos que juegan muy felices en el parque de abajo. Cuento ocho, pero entre sus correrías es difícil asegurar este número. Sale un grupo de señores mayores de uno de los restaurantes. Se ven felices y satisfechos, porque se tocan el estómago y se toman fotos entre ellos. Imagino que terminarán su día en el puerto, disfrutando del atardecer y los yates que pasarán la noche en la ciudad condal.

Puede que eso no sea cierto, pero a mí me gusta pensar en lo que puede estar pasando en las vidas de las personas que se cruzan en mi camino. La que sí visita el puerto soy yo, pero desde otra perspectiva. Gracias a la invitación de una amiga colombiana que trabaja cerca del Museo de Historia de Cataluña, pude observar desde otra terraza una parte diferente de Barcelona.

Desde allí se ven las palmas y el mar. Yates con nombres como HBOL, con banderas de diferentes países y espacio hasta para parquear helicópteros. Escucho uno precisamente mientras disfruto de un café con una galleta de chocolate. El color que predomina, aparte del azul del cielo, es el blanco impoluto de los barcos gigantes que están a nuestros pies, o en este caso, en el agua bajo nosotras.

Hacia el frente se ve la montaña de Montjuic y la torre del castillo. Hacia mi espalda, las nubes grises que auguran un aguacero. Hacia mi derecha, la ciudad, pero en primer plano un edificio antiguo, de fachada amarilla pastel. Alcanzo a ver la iglesia del Tibidabo, que está siempre presente y las torres sin terminar de la famosa Sagrada Familia. Veo una bandera de España y una escultura vertical de Joan Miró. Escucho gritos de niños y no veo muchas gaviotas, a pesar de la cercanía con el agua. El paseo de palmas que llega al monumento de Colón y los carritos rojos del teleférico del puerto me despiden y me mandan a casa con la ilusión y la promesa de montar en ellos para seguir recorriendo Barcelona desde las alturas.

 

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