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“La oruga no sabe que está a punto de convertirse en mariposa”

Esta frase ha estado rondando en mi mente, como un susurro que me recuerda lo inevitable del cambio, el paso del tiempo y la incertidumbre del futuro. Pero hay algo más que me ha tocado profundamente: la idea de envejecer. Y, aunque siempre he abrazado los cambios con entusiasmo, confieso que esta vez sentí una incomodidad que no esperaba.

A lo largo de mi vida le he dado la bienvenida al cambio con los brazos abiertos. Migrar a tres países diferentes, reinventarme profesionalmente, renunciar al mundo corporativo, emprender… cada paso lo he vivido con la emoción de lo nuevo y la adrenalina de descubrir hasta dónde puedo llegar. Pero ahora, a mis 42 años, me enfrento a una realidad que antes me parecía lejana y que, honestamente, no había mirado de frente: envejecer como mujer en un mundo que idolatra la juventud.

Es contradictorio. Sé que el paso del tiempo es inevitable, una parte natural del ciclo de la vida, pero aceptar esa verdad puede ser emocionalmente complejo. Envejecer en una sociedad que nos impone un único modelo de belleza, a borrar las líneas que nuestro rostro ha ido acumulando con el paso de los años, a suavizar las marcas que el tiempo deja en el cuerpo, hace que ese proceso se sienta aún más desafiante.

Nos han enseñado a negar el paso del tiempo, a luchar contra él como si fuera un enemigo.

Hace unas semanas, vi la película The Substance, y me impactó ver gráficamente cómo el dolor más profundo no siempre viene de afuera, sino de nosotras mismas. Nos cortamos por dentro, nos herimos en silencio. Con críticas, comparaciones, con ese filo cruel del “no soy suficiente”. No soy lo suficientemente delgada, lo suficientemente joven, lo suficientemente relevante. Nos tragamos el veneno de la invisibilidad, creyendo que cuando nuestra piel se arruga y nuestros cuerpos cambian, dejamos de pertenecer. Perdemos ese lugar donde fácilmente nos reconocíamos.

En la película, el personaje de Demi Moore es un reflejo crudo de esta obsesión. Una mujer a la que le prometen recuperar su juventud y deseabilidad a través de un producto milagroso. Pero el verdadero “horror” no es la transformación física. Es el hambre que hay debajo: esa creencia de que quien es ahora, simplemente, no basta, no es suficiente.

¿Cuántas de nosotras hemos consumido nuestra propia versión de esa sustancia? Tal vez no sea una droga o un producto, pero sí de la idea de que nuestro valor como mujeres tiene una fecha de caducidad, que llega cuando dejamos de cumplir con los estándares de juventud y belleza impuestos por la sociedad. Nos perseguimos a nosotras mismas constantemente buscando la perfección, nos silenciamos he ignoramos nuestras propias necesidades y deseos para ajustarnos a una imagen que no es la nuestra.

Pero aquí está la verdad: nunca estuvimos destinadas a ser las mismas para siempre.

La naturaleza no se disculpa por cambiar. La luna crece y mengua. Las plantas florecen y pierden sus hojas. El mar cambia sus ritmos sin pedir perdón. Entonces, ¿por qué nosotras, deberíamos resistirnos a nuestra transformación?

Envejecer es una evolución. Es un privilegio.

Somos las historias que vivimos, nuestro cuerpo y cara se renuevan con cada capítulo que escribimos … esa es nuestra esencia, ese es el privilegio del paso del tiempo.

¿Qué pasaría si, en lugar de hacernos invisibles, nos exponemos?
¿Qué pasaría si ocupáramos más espacio, no menos?
¿Qué pasaría si nos plantáramos firmes en la verdad de que cada año sumado a nuestra vida añade profundidad a nuestra alma?

No podemos controlar el paso del tiempo. Pero sí podemos dejar de castigarnos por él.

Así que mírate con amor tal como eres, y vuela feliz y alto, como una mariposa.

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