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 Todo comenzó el lunes 16 de marzo, cuando una lectora llamó al periódico HOY para ‘dejar constancia’, según dijo, de que en el Hospital de Kennedy había una niña de 17 años que iba a tener un hijo, pero no la querían atender y la iban a trasladar a Cruz Blanca. «Se lo digo a usted, para que lo sepa, por si acaso después pasa algo», aseguró. La señora había atinado a escribir el teléfono celular de la chiquilla embarazada y se lo dio al periodista, quien llamó de inmediato a la niña (se llama Cindy) y ella le explicó que le estaban diciendo que aparecía en el sistema como afiliada a Cruz Blanca, pero que ella se había retirado, que tenía carta de la EPS en la que daba cuenta de su desafiliación y que, además, tenía un certificado de desplazada que no le querían valer.

El comunicador hizo algunas averiguaciones y la llamó nuevamente para informarle que el hospital estaba obligado a atenderla porque se trataba de un parto, que era claramente una urgencia. Con base en lo que había averiguado, le dijo que un asunto es lo que hagan los médicos y otro el netamente administrativo y que en ese momento ella debía estar tranquila, concentrarse en tener su bebé y olvidarse de quién va a pagar la cuenta. Le explicó que ese es un problema que debe resolver el hospital y no ella, o su esposo, Alberto Jiménez, de 23 años. Ella dijo entonces que estaba preocupada porque le habían quitado el pitosín para trasladarla. «Tranquila, que los médicos saben lo que están haciendo y no van a arriesgar al bebé», le dijo el periodista. Les dejó sus teléfonos a la pareja de jóvenes y les dijo que si lo necesitaban lo llamaran.

El miércoles siguiente, Alberto Jiménez, el esposo de Cindy, llamó desesperado al periodista. «La niña nació pero está en cuidados intensivos. Y a mi esposa no la dejan salir del hospital hasta que no pague 142.000 pesos de copago. Me dicen que firme un pagaré pero yo no tengo cómo pagar después», le dijo.

El periodista llamó a un contacto suyo en el Hospital de Kennedy para averiguar lo que estaba pasando. Su contacto se desplazó hasta donde estaba la pareja y luego lo llamó para decirle que definitivamente debían firmar el pagaré, porque si no lo hacían el hospital se metía en un problema legal. Al mismo tiempo, funcionarios de esa entidad regañaban a la pareja de desplazados por haberse atrevido a llamar a los periodistas, según narraron ellos y otra familiar suya.

El joven no se resignó y, con el corazón en la mano, sabiendo a su esposa hospitalizada y a su hija en cuidados intensivos, hizo lo que todo padre haría por sus hijos: no rendirse. Y golpeó puertas hasta que lo escucharon funcionarios de la alcaldía de Kennedy e intervinieron por ellos. Los funcionarios del hospital los volvieron a regañar por haberse atrevido a llevar el asunto a la alcaldía.

Finalmente, con la ayuda de los funcionarios de la alcaldía, se solucionó el problema de la cuenta y Cindy pudo irse para su casa. Pero los dos, ella y Alberto, salieron de allí con el alma en vilo. Llorando por el dolor de tener que dejar atrás a su pequeña, en esa sala de cuidados intensivos. Hubieran querido llevarla consigo, tenerla en sus brazos, dormir a su lado, consentirla. Solo les quedaba verla por ratos, en los horarios establecidos.

El viernes 20 Alberto volvió a llamar al periodista. Estaba desconsolado. Su hija Nicol, a la que solo pudo tener por momentos en sus brazos, de la que se enamoró el primer segundo en que la vio, había muerto en una operación de urgencia que tuvieron que hacerle en el hospital de Kennedy, porque tenía una infección interna que, en esos casos, es mortal. Y ahora él tenía que enfrentar otra desgracia: buscar la ayuda de quien fuera, para poder enterrar a su hijita. Y estaba angustiado porque pensaba que el hospital pudiera enviar a la bebé a Medicina Legal sin su consentimiento.

El periodista se comunicó con el subgerente científico del hospital y este le explicó que el cadáver de la niña podía estar allí el tiempo necesario, hasta que los propios padres solicitaran el levantamiento del cuerpo. El comunicador se lo hizo saber entonces a los padres.

De inmediato, el periodista se comunicó con la Secretaría de Salud, para saber si allí tenían algún tipo de ayuda para personas desplazadas que carecieran de dinero para el sepelio de un ser querido. Allí le dijeron que la jefe de prensa del hospital de Kennedy podía tener la respuesta. Llamó entonces a la jefe de prensa, le explicó el caso y ella quedó de averiguar en 10 minutos. A los 10 minutos, dijo que aún no había subido a su oficina la persona encargada. Que le dieran otros 10 minutos. Y así, entre llamada y llamada, pasó más de hora y media, para que al final ella dijera que en el hospital no se podía hacer nada y que se debía recurrir a la Secretaría de Integración.

El periodista llamó a la Secretaría de Integración, en donde le dijeron que hay un programa que se llama «Oír Ciudadanía». El tiempo apremiaba ya en ese momento, porque era viernes y se acercaban las 5 de la tarde. El fin de semana era puente. Por eso, se comunicó rápidamente a «Oír Ciudadanía», pidió hablar con las personas encargadas, pero quien contestó le dijo que no se podía, porque todas estaban en una capacitación. Él explicó la urgencia del caso y la funcionaria le dijo que había que esperar al martes.

El periodista llamó entonces a la dirección territorial de la Secretaría de Integración, de la que depende el programa «Oír Ciudadanía». El director territorial le confirmó que evidentemente ellos atienden casos de personas que deben ser sepultadas y no tienen recursos. Desafortunadamente, dijo, «me duele decir que el martes se agotó el convenio que teníamos con Los Olivos». Sin embargo, se comprometió a llamar a la alcaldía de Kennedy para ver si ellos, de alguna manera, o por Acción Social, los podían ayudar.

Más tarde, una funcionaria de la alcaldía llamó al periodista, preocupada porque no había podido encontrar al padre de la niña. ¡Por fin una persona estaba actuando para ayudar!

Y no encontraba a Alberto Jiménez porque él estaba mucho más angustiado tratando de que le ayudaran en Acción Social, en Oír Ciudadanía, en la Unidad de Atención a Desplazados, en la alcaldía de Soacha, en la Secretaría de Gobierno de ese municipio y tratando de vender la cuna y el coche que le tenían a su pequeña, para ver si con eso podían pagar una parte de lo que las funerarias les pedían por darle sepultura al ser que trajeron al mundo y que se les fue demasiado temprano, dejándolos inmersos en esa soledad tan inmensa, en ese dolor tan inmenso.

El sábado pudieron enterrar a Nicol, con una rebaja que les hizo la funeraria y en una bóveda que les fió un curita de Soacha.

Después, a Alberto no le quedó más remedio que empezar a buscar trabajo: lo despidieron de la empresa de vigilancia en la que estaba, porque se tomó más tiempo del que le habían dado como permiso para estar al frente del nacimiento de su hija. El lunes, a él parecía ya no importarle. Porque con tanto dolor, que ya no cabe en el alma, con tantas cosas en la cabeza, que le impedían pensar claramente, ni siquiera le preocupaba ya la otra tragedia que vive: la de sentirse desamparados y la de ver la indolencia de unas autoridades, de unos funcionarios y de una sociedad a la que parecen no importarles ni sus propios desplazados.

 

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