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El ambiente laboral es un escenario determinante en nuestras vidas, que define en gran medida la manera en la que nos desenvolvemos en la sociedad y nos ofrece los elementos necesarios para la toma de decisiones vitales que nos permitan mantener y mejorar la calidad de vida personal y familiar.

Pero, pese a su importancia, manejamos con mucha ligereza nuestra relación con el trabajo y la frustración.

La naturaleza de la mayoría de los empleos nos plantea la idea que tenemos una especie de dos vidas; una personal – familiar y una laboral – profesional. Le debemos nuestro bienestar emocional al delicado equilibrio entre esas dos “facetas” y a la meta de poderlas manejar con éxito. Lejos de ser una realidad, lo más probable es que nos encontremos con que será muy difícil que esta dualidad llegue a ser perfectamente simétrica y debemos aprender a vivir con ello.

La vida de oficina, en ocasiones frenética, intensa e impredecible, puede llegar a cobrar una cuota muy alta en el ámbito personal y familiar y la falta de destrezas para manejar la presión, el fracaso y la frustración, puede llevar a que muchos sucumban al estrés y en consecuencia se deteriore su calidad de vida e incluso lleve a acciones impensables como el suicidio.

Hay muchas causas culpables del estrés laboral, pero me llama la atención como esta situación se ve afectada a la luz del cambio generacional. Siento que las personas más jóvenes, generación con una cultura acostumbrada a la gratificación instantánea, con un afán muy grande por tener resultados rápidos, les interesa tener éxito y trascender en el corto plazo. Esto, por supuesto tiene muchísimas ventajas, pero por otro lado les hace más propensas a sensaciones de angustia y depresión.

No quiero decir que otras generaciones seamos inmunes a ello; lo cierto es que en general, estamos mal preparados para lidiar con el fracaso. Esto se puede deberse a que nos planteamos metas muy altas, imposibles de cumplir o que no están en la posibilidad de ser realidad. La falta de objetivos claros y realistas se traduce en labores descentradas y generan la sensación de que “no vamos a ninguna parte”.

Adicionalmente, en organizaciones jerárquicas con una estructura vertical, abunda el autoritarismo y las relaciones laborales se ven claramente afectadas. Allí, la falta de organización y transparencia entre los empleados, hace que el estrés se contagie entre cadenas de mando por cuenta de la poca previsión y la irresponsabilidad.

En estos escenarios es común encontrarse con problemas de distancias interpersonales y abuso de autoridad para exigir el cumplimiento de tareas y actividades no concertadas. He conocido casos de jefes que llaman con frecuencia a sus empleados en espacios no laborales a solicitarles tareas. Si bien, el subordinado está en una posición difícil, es necesario, desde el principio de la relación laboral establecer límites bien definidos. Un buen líder debe reconocer que no todo el tiempo de su empleado es para el trabajo.

Por fortuna, la Ley entiende las sutilezas y extremos de estos fenómenos en las organizaciones y está armada con la reglamentación necesaria para proteger a los trabajadores en situaciones difíciles.

Seamos honestos: no todos podemos darnos el lujo de renunciar a nuestros empleos para dar rienda a suelta a nuestras fantasías y tampoco podemos escoger una organización ideal. Pero es necesario recordar que, ante todo, el desequilibrio entre nuestra vida laboral y personal es un problema de salud al que se le debe prestar atención prioritaria.

@FDavilaL

Fernando Dávila Ladrón De Guevara

Rector Institución Universitaria Politécnico Grancolombiano

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