Un cuento para rememorar y nunca olvidar a Armero tras 30 años de su tragedia.
El cielo amplio y azul fue reemplazado por una inmensa nube gris. Las calles de Armero se vieron inundadas por una lluvia de ceniza ,que se parecía a la nieve, esa que nunca se conocería en este lugar del Trópico.
Aquel 13 de noviembre de 1985 me despedí de mi hija Bianca en la estación de buses del pueblo. La despedida fue corta: asumíamos que nos volveríamos a ver pronto. Ella se iría a terminar el colegio en casa de mi hermana en Ibagué, una ciudad intermedia, con mejores instituciones y oportunidades.
Mientras me devolvía de la estación la ceniza fue tiñendo mi cabeza de gris. Doblé la esquina y me encontré con doña Alba, dueña de la única farmacia de la región. “Hizo bien en mandar lejos a su hija, las autoridades dicen que no hay de qué alarmarnos, que es actividad normal del volcán Ruiz, pero yo no les creó, me temo que si no nos vamos moriremos”.
Eran aproximadamente las 10 de la mañana y el pueblo estaba alborotado. En la mitad del parque encendieron un megáfono y un grupo de bomberos tranquilizó a la población. No seríamos evacuados. “Esta noche podrán dormir tranquilos. Caerá un fuerte aguacero y la corriente del río va a aumentar, pero no deben tomar más precauciones que alejarse de la quebrada”.
Todos los escuchamos como muertos vivientes. En ese momento lo éramos. Continué mi recorrido y me encontré con Don Olivio, un hombre que había sido famoso en su juventud por una canción que se inventó sobre la lluvia de fuego. “De aquí no me voy, pase lo que pase”, dijo.
Sus palabras resonaron en mi cabeza. Debía llegar pronto a casa. Me esperaban mis padres y mi hijo de cinco años. Mi madre tenía encendidas algunas veladoras y mi padre estaba tranquilo, recostado en la cama, esperando. A sus 95 años no hacía más que esperar. No quise alarmarlos.
La oscuridad absoluta invadió Armero a las seis de la tarde. Los pájaros habían volado lejos, pero nadie quiso seguirlos.
Mis padres se acostaron a dormir después de rezar el rosario. Sabía que su voluntad era quedarse. Organicé una pequeña maleta para mi hijo. A las siete de la noche pasaría el último bus. Su padre vivía en la Costa Atlántica. Le puse un carné con todos sus datos y le dije que se iba de vacaciones. Me miró alegre porque pensó que nos íbamos juntos. “¿No vienes conmigo?”, preguntó. “No mi amor, vas para donde tu papá, pero te prometo que cuando pueda voy por ti”.
De regreso recorrí el parque. Desde allí se veían un par de inmensas montañas vigilantes e imperiales, que recordaban la figura de un indígena recostado sobre la Tierra. Los vecinos corrían impacientes de un lado al otro, sin embargo, a las nueve de la noche todos se fueron a acostar. Algunos perros se quedaron en las puertas de las casas como viejos vigilantes. Yo hice lo mismo.
A las 11: 30 de la noche el cielo, con toda su fuerza, cayó sobre nosotros. La calma eterna de Armero fue reemplazada por gritos y sirenas de emergencia. Un volcán en erupción nos borró del mapa. La verdad es que muchos no quisimos huir.
Un miembro de la Cruz Roja me encontró al día siguiente. Me despertó de un sueño profundo en el que yo sentía que flotaba. “Tranquila, señora, va a estar bien. Gracias a Dios son pocas las quemaduras en su cuerpo. Está deshidratada, pero todo va a estar bien”. Sonreí por su optimismo.
Llevó siete días en este campamento. He visto llegar muertos, heridos, mutilados. Mi garganta está seca y el agua que me dan no alcanza para calmar mi sed. Me preguntó si mi hijo ya estará con su padre, si mi hija vendrá a buscarme, aunque no quiero que vean la ciudad enterrada. Los encontraré. Eso seguro que lo haré.
Y faltaba esta tragedia.
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