Herederos de negros y mulatos libres, que eran mayoría, no solamente de esclavos
Se ofrece un nuevo marco de interpretación de la participación de los negros, mulatos, zambos y pardos libres, y de los esclavos en la guerra de emancipación.
La Independencia. Reflexión de un heredero de una población subalterna, 200 años después*.
Por Daniel Mera Villamizar, directivo de la Fundación Color de Colombia
* Texto ampliado de la intervención en el ‘Encuentro local del Bicentenario’ en la Universidad Externado de Colombia, Bogotá, el 20 de noviembre de 2009.
Quiero dedicar esta intervención a Arnulfo Cossio Palacios, un hombre de 89 años, que sirvió 24 años en el Ejército, hacia la mitad del siglo XX, llegando a ser sargento mayor.
No lo conozco personalmente, pero pienso en él como continuador de una tradición, cuando pienso en lo bueno que fue que las milicias del Rey y los ejércitos patriotas no exigieran pureza de sangre para entrar.
Voy a dividir mi intervención en dos partes: en la primera hablaré como ciudadano; en la segunda, como ciudadano negro (de esta nación en particular).
Por si ayuda a comprender mi punto de vista, fui socializado, como todos, en la primera condición; la segunda es una construcción bastante posterior.
Sobre el monopolio profesional de la interpretación del pasado
Se está acabando el año de la víspera del Bicentenario de la Independencia, y puede decirse que la contienda de interpretaciones aún no es percibida con claridad por el gran público.
Es de esperar que en el 2010 el debate involucre a más gente. Quisiera ensayar un aporte al respecto.
Para los no historiadores, su tarea se limita a interpretar las evidencias que los historiadores seleccionan del pasado de acuerdo con sus marcos de interpretación.
Germán Colmenares en su crítica de la «Historia de la Revolución», de José Manuel Restrepo, como una «cárcel historiográfica», escribió que:
«Lo propio de una construcción histórica consiste en desarrollar una, entre muchas posibilidades de construcción. Y cada construcción debe aportar materiales diferentes.
Por eso, la mera controversia sobre partes que están referidas unas a otras de manera indisoluble no hace otra cosa que validar la construcción total».
Ignoro qué han reflexionado los colegas de Colmenares sobre esta afirmación de 1986, pero es claro que un no historiador no puede «aportar materiales diferentes», pues regularmente no visita los Archivos.
Sin embargo, no sabría decirles qué construcción de cuál historiador voy a terminar validando.
Ahora, en realidad pienso lo siguiente, parafraseando o repitiendo: la interpretación del pasado es algo demasiado serio para dejarlo exclusivamente en cabeza de los historiadores. Aunque a menudo está mejor en manos de ellos que de los políticos o los profanos.
El punto es: ¿con qué ojos vemos el pasado? Los ojos dependen de nuestra comprensión del orden, el conflicto y el cambio en las sociedades humanas; de nuestra comprensión de la dominación y la naturaleza humana, y de nuestras preferencias valorativas, cuestiones que informan los marcos de interpretación y las construcciones históricas.
De modo que tal vez es posible hacer construcciones o interpretaciones diferentes del pasado con los «mismos materiales» (evidencias publicadas).
En otras palabras: dependiendo de la finalidad última de la conmemoración del Bicentenario del proceso independendista, ésta debería ser más una competencia de relatos históricos (‘multidisciplinar’) que una competencia historiográfica (‘unidisciplinar’).
Es evidente que los historiadores están mejor preparados para hacer los relatos históricos, así en algunos casos, más que en otros, sus comprensiones básicas puedan ser objeto de intensa discusión o disentimiento.
Una posible finalidad última de la conmemoración del Bicentenario
Al final, ¿para qué servirá la conmemoración?, asumiendo que no terminará en el 2010 y la extenderemos hasta 2019.
Hay buenas respuestas parciales: servirá para aumentar la conciencia histórica, vía mayor conocimiento del pasado; para fortalecer la identidad nacional, vía un mayor reconocimiento de lo que nos ha caracterizado.
Y ahí comienza la discusión, pues ¿qué es lo que nos ha caracterizado? Depende de quién responda, es decir, de sus comprensiones y preferencias básicas.
Parece claro que la conmemoración de la independencia tendrá que contar también, en grandes trazos, lo que pasó después en la República, pues es lo que le da sentido a la nueva vida que inauguró la independencia. Es decir, se necesitan relatos de largo alcance.
Honestamente, no veo energía ni propósito en el país para continuar la conmemoración más allá de 2010, así que estamos ante el riesgo de quedarnos cortos en el aprovechamiento de este momento de los 200 años, tan especial en la vocación de continuidad de una nación.
La finalidad última del Bicentenario que imagino desde mis preferencias y que podría crear energía para un gran propósito, es esta: contar nuestra historia como la trayectoria más o menos exitosa de un proyecto de sociedad liberal y moderna, que redobla su compromiso para alcanzar más rápidamente sus ideales. Casi todo el espectro político-ideológico cabe aquí, y los que no, crean otro relato.
Casi entre paréntesis, quienes creen que la post modernidad es un buen refugio, deberían recordar esta célebre definición de Bauman: «la posmodernidad es la modernidad menos sus ilusiones».
Se dirá que en una batalla intelectual semejante son más numerosos quienes están inclinados a interpretar o a contar el fracaso del proyecto liberal de nación moderna. Probablemente sí, pero se trata de una batalla, que es necesario librar (y, de hecho, se está dando).
Sería estupendo lograr que al final de la conmemoración, en el centro de la visión de Colombia que tienen las élites, las capas más educadas y la población en general, haya una conciencia sensible sobre cómo nuestra nación se ha acercado (y extraviado y vuelto a encaminar) a la realización del ‘proyecto liberal’ en estos 200 años y lo que falta, en distintas dimensiones: Estado de Derecho, libertades, igualdad, democracia representativa, economía de mercado, secularización, pluralismo, participación, integración.
Este «meta-relato» con sus relatos particulares podría darnos la energía necesaria para avanzar y no titubear en el proyecto colombiano constitucional. Como dije en abril, creo que estamos maduros para rectificar los mitos fundacionales de la nación, sin que quiera decir que el «meta-relato» puede prescindir (y menos destruir) los mitos fundacionales.
Parafraseando: necesitamos los mitos fundacionales, menos sus más flagrantes omisiones o falsedades.
Por ejemplo: claro que predominaba el localismo en 1810; lo llamativo y lo que debe capturar la imaginación histórica de los jóvenes es cómo a partir de allí llegamos a tener algo parecido a la «unidad de la nación».
Se dirá que los mitos sin sus flagrantes omisiones o falsedades no se sostienen. Depende de si el objetivo es destruirlos o reescribirlos. Y para qué. En el caso de reescribirlos, la finalidad última es darnos un relato que nos llene de energía para alcanzar el bienestar y la modernidad.
A esta altura, lo bueno es que todos tomaremos con mucho cuidado la apelación a la «verdad histórica», sea para destruir o reescribir los mitos.
Aunque la contienda de interpretaciones todavía no está en ebullición, quisiera reseñar dos actitudes observadas respecto al Bicentenario, que influyen mucho en las interpretaciones de nuestro pasado.
Actitudes de herederos y extrañados frente al Bicentenario
El pasado de una nación necesita dolientes, y aunque con frecuencia lo mejor es el olvido, que se da ‘naturalmente’, el espíritu de los grupos sociales y las instituciones de la sociedad necesita una relación saludable con el pasado.
En la medida en que los grupos sociales y las instituciones del pasado no son iguales a los de hoy, aunque muchos perduran, el recurso es la interpretación del pasado conforme a nuestra propia evolución (para sentirnos bien con una identidad específica).
En otras palabras, el pasado necesita herederos o sucesores. El Bicentenario ha buscado «promover nuevas narrativas, nuevos relatos y nuevas formas de interpretación de la historia nacional, incluyente y plural», esto es, puede entenderse, una invitación a los herederos o sucesores de los grupos subalternos del pasado (y del presente) a darse (o a procurar) el lugar que prefieran en la historia nacional.
Eso es muy importante. Pero también es muy importante que los herederos o sucesores de los grupos dominantes del pasado (y del presente) concurran con sus relatos, muy seguramente no en nombre de su clase social sino de las instituciones, como los partidos, o eventualmente de las ideas, con las cuales ejercieron la dominación, que ha cambiado tanto, por fortuna.
Si nuestro relato nacional fuera la trayectoria más o menos exitosa de un proyecto, eso no sería mérito exclusivo ni de la oligarquía, ni de las capas medias, ni del pueblo raso, dicho con palabras de uso sensible.
Desde este punto de vista, hay más gloria y mérito que vergüenza y mediocridad en nuestro pasado, y difícilmente un grupo social, región o institución verá disminuida su legitimidad si participa en el relato.
Ya hay herederos en el teatro de las interpretaciones y representaciones simbólicas del Bicentenario, pero faltan.
En cambio, se observa una cierta abundancia de ‘extrañados’ en el Bicentenario. En primer lugar, están quienes se sienten extraños en todo este ruido conmemorativo y creen que no hay nada que celebrar, realmente.
En segundo lugar, hay personas que se extrañan por que hace 200 años la gente no pensaba ni actuaba como a nosotros nos parece que debieron pensar y actuar. Y que tienden a creer que la crueldad era característica de los habitantes del Virreinato de la Nueva Granada, o excepcional en la humanidad de esa época.
Y también están quienes, no tan extrañamente, quieren inventarse naciones dentro de la nación y celebrarles una independencia aparte.
Ahora, en defensa de los ‘extrañados’ hay que decir que, en general, funcionan mejor como «conciencia crítica» que los ‘herederos’. Sin herederos o sucesores no se haría nada; sin extrañados usaríamos menos la inteligencia.
Paso a la segunda parte de mi intervención, en calidad de heredero o sucesor de un grupo subalterno, que supongo es lo que tenían en mente cuando me invitaron.
Herederos de negros libres, no solamente de esclavos
Efectivamente, estoy acá para seguir reivindicando la sangre y el mando que aportó la población de color en la guerra de independencia, como punto de partida de la auto-inclusión de los negros en el relato principal de la nación colombiana.
Permítanme contribuir a romper una «cárcel historiográfica», la que fija nuestra imaginación solamente en la participación de los esclavos en la guerra de independencia, diciendo lo siguiente:
Somos herederos de todos los discriminados y denigrados por el color o ascendencia africana, no solamente de los esclavos que había en 1810.
Es decir, somos herederos de los negros, mulatos, zambos y pardos libres, que ya hacia 1780 superaban ampliamente en número a los esclavizados en la Nueva Granada.
Los esclavos en 1778-1780 constituían aproximadamente el 8% de la población total, entre 62.000 y 65.000, mientras los «libres de todos los colores», según la clasificación del censo, sumaban el 46%, incluyendo a los mestizos, por lo que no es posible saber con exactitud cuántos descendientes de africanos había en libertad, aunque se admite que eran mayoría respecto de los esclavos [Anthony McFarlane, 1997; Aline Helg, 1999; y Hermes Tovar, 1994] El siguiente censo se hizo en 1825.
¿Por qué habríamos de ser herederos solamente de los esclavos o de los cimarrones, ex esclavos fugados? Hemos estado durante mucho tiempo en esa «cárcel» espiritual y mental, pero el Bicentenario es buen momento para liberarnos de ésta y también a los colombianos que creen que sin la abolición de la esclavitud los negros no habrían conocido la libertad.
Hemos estado en esa «cárcel», en parte porque no hemos podido imaginar la complejidad de la sociedad colonial de fines del siglo XVIII (dicho sea de paso, inducidos por no pocos historiadores).
Las castas de color participaban, con restricciones, en los gremios de artesanos y en el comerco; se contaban labradores (algunos tenían esclavos); podían ingresar a las milicias del Rey e incluso a las tropas de los Regimientos Fijos [Juan Marchena, 1983]. Y, sobre todo, no tenían amo: podían disponer de sí mismos.
Muchos esclavos, negros y mulatos, habían comprado su libertad (y otros la habían negociado con sus propietarios). Un hecho que indica movilidad social de las castas de color es que por Real Cédula de 1795, conocida como de «Gracias al sacar», se podía comprar el título de Don y acceder a privilegios de los blancos.
Como ha señalado Aline Helg, no se registra una evidente solidaridad de raza entre los libres de color y los esclavos en la Nueva Granada que llevara a revueltas.
Quiero destacar, sin embargo, que se daban matrimonios entre negros libres y esclavas, y que ellos compraban la libertad de sus esposas, pues los hijos nacían libres o esclavos según la condición de la madre. A manera de indicio: en Barbacoas, en 1787, 247 esclavas estaban casadas, frente a 217 esclavos casados, es decir, 30 esclavas habían conseguido marido libre.
También, y parece que con mayor frecuencia, había casamientos entre esclavos y negras libres. En Popayán, en 1779, 3247 esclavos estaban casados, pero sólo 3073 esclavas eran casadas. Un número apreciable de esclavos encontró mujer fuera de su grupo. [Basado en Hermes Tovar, 1994]
Hijos de estas historias de amor y sacrificio, que crecieron en libertad y pudieron manejar armas de la Corona, terminaron en la tropa y en rangos medios del ejército libertador.
Si bien es posible suponer una solidaridad filial entre libres y esclavos, Aline Helg apunta a las distinciones de jerarquía socio-racial dentro de la misma población de color, de las cuales perviven expresiones como «mejorar la raza».
Pero 200 años después eso está cambiando. En 1810, difícilmente hubiera pasado que un pardo o un mulato defendieran a un negro diciendo «yo también soy negro». Hoy sí pasa.
Si hoy estableciéramos (mayoritariamente) esas distinciones entre mulatos y negros, además de legitimar el racismo, no podríamos ser herederos de la población de color en su conjunto, incluidos los esclavos y los cimarrones.
Y sería un problema para el relato de inclusión de los negros en el «meta-relato» de la nación, porque la sangre aportada a la Independencia no fue sólo de los esclavos, y evidentemente el mando aportado no fue de los esclavos (el más conocido que hubo no fue precisamente patriota, sino en el Valle del Patía).
Si reivindicamos al Almirante Padilla, hay que reivindicar a todos los pardos. Muchos libres de ascendencia africana decidieron enrolarse en el ejército patriota; no pocos con experiencia en las milicias y los regimientos de la Corona, lo que les ayudó a algunos a alcanzar mando durante los largos años de la guerra. No hubo allí decisión del amo o reclutamiento extremo.
¿Por qué iban los de color, que tenían libertad, a la guerra, donde podían perder la vida? Iban por el anhelo de igualdad, específicamente por el ansia de igualdad racial, esto es, el fin del régimen de castas. Si los criollos querían igualdad de derechos con los españoles; los pardos y los libres de color querían igualdad con los criollos, es decir, tenían su propio memorial de agravios.
No en vano Antonio Nariño había traducido y difundido en 1794 la ‘Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano’; las primeras Constituciones provinciales de la República habían establecido la ciudadanía sin distinciones, incluso aboliendo la esclavitud, como las del Socorro, Cartagena y Antioquia; y los delegados americanos en las Cortes de Cádiz, en 1810-12, habían llegado a defender la representación de los pardos en las Cortes, no su derecho a ser elegidos diputados, adoptando para esto un nuevo discurso positivo sobre la diversidad racial. [Marixa Lasso, 2007, ha explicado sugestivamente el impacto de Cádiz]
La igualdad era una promesa con credibilidad, y los libres de color podían verle al tiempo su impacto político y social.
Naturalmente, los esclavos tomaron la guerra de independencia como una oportunidad para su libertad personal, que aprovecharon de diversas formas. Sin embargo, antes de la Batalla de Boyacá, Bolívar sentía que les debía la libertad absoluta a todos, no solamente a los que se enlistaron en el ejército patriota, que la recibieron.[Aline Helg, 1999]
¿Qué tanto pensó Bolívar en la promesa que le hizo al mulato Alejandro Petión en 1816, a cambio del generoso apoyo material bélico que recibió en Haití, cuando escribió el ‘Discurso ante el Congreso de Angostura’ en 1819? («Imploro la confirmación de la libertad absoluta de los esclavos, como imploraría mi vida y la vida de la República»). No sabemos, pero es probable que anticipara que al año siguiente tendría que pedirle a Santander la movilización de 3000 esclavos de Antioquia y 2000 del Chocó para liberar a Venezuela, que no fueron tantos.
Así que hemos privado a nuestros niños de imaginarse descendientes de esclavos que obtuvieron la libertad por participar en el ejército patriota o por sus propios medios, en vez de hacerles pensar sólo en los esclavos liberados en 1852, que eran menos del 1% de la población total, alrededor de 16.000 [Hermes Tovar, 2007]
Libertad e igualdad, sangre y mando, guerra. Sin estas palabras no hay comienzo del relato de la nación colombiana. Y sin la población de color o descendiente de africanos esas palabras no se pueden escribir honestamente en el Bicentenario de la Independencia.
En la imaginación de la lucha por la igualdad en el origen de esta república, podemos sentirnos herederos de Vicente Roca, un pardo que ha sido rescatado en un reciente artículo [Margarita Garrido, 2009]
Dice Garrido que este caso revela claramente cómo la «proclamación de la igualdad de los ciudadanos, aunque precaria, comporta la desnaturalización de los valores morales (virtudes y vicios) de los sujetos y grupos como correspondientes al color de su piel».
Cuenta el artículo que, en la década de 1820, «Vicente Roca se defendió de un libelo en el que un doctor lo acusaba de intentar junto con otros asesinarlo, diciendo al público que no se admirara de ello pues, siendo Roca pardo, era natural que formase una cuadrilla de malhechores».
El alegato de Roca es digno del relato que debemos producir:
» (el acusador) … ha concedido al nacimiento lo que no es debido si no al verdadero mérito … ha aniquilado todo el fruto de la sangre que nuestros conciudadanos han derramado por 13 años, ha cortado de raíz el árbol de la libertad y nos ha restituido al ignominioso yugo bajo cuyo peso habíamos gemido por trescientos años (…)».
¿Por qué no habríamos de ser herederos de Vicente Roca también? Si hacia 1810 teníamos dos problemas: la esclavitud y el régimen de castas, seríamos unos miopes si no abrazáramos a este pardo Roca.
Bueno, esta es mi perspectiva, mi ‘marco de interpretación’. Si me permiten el apunte, estoy haciendo como la Corte Constitucional: primero escribo el comunicado y luego los detalles.
Muchas gracias.
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