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Pese a que somos uno de los países con más abogados per cápita del mundo, hemos perdido todos los casos internacionales en que nos hemos metido: perdimos con Panamá la Organización Mundial del Comercio. Perdimos con Nicaragua ante La Haya y en una segunda ronda se perdió nuevamente, porque La Haya declaró que puede acoger una segunda demanda. Perdimos ante Venezuela, cuando se convocó a los cancilleres para el tema de la frontera, a lo que se suma todos lo ocurrido ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos y la Unasur.

El tema en cualquier otro país ya hubiese tumbado a la Canciller, pero esa ni siquiera se digna a renunciar, pese a que es responsable de nuestra defensa internacional. Aunque la comparación es odiosa, si el tema fuera un director de la Selección de Fútbol de Colombia y hubiese perdido frente a Nicaragua, Venezuela y Panamá en torneos FIFA internacionales y no hubiese ganado nada, la opinión pública y la prensa ya la tendrían contra la pared.

Más allá de los diálogos en La Habana, la falta de coherencia y seriedad en el manejo de la defensa de Colombia frente a organismos internacionales es muy grave. Con el fallo de La Haya se dijo que se acata pero no se puede cumplir, con lo de los cancilleres en la OEA se dijo que algo se logró, y con lo de Panamá se está diciendo que la WTO reconoció algunas cosas. Seguimos con la manía de buscar en las sentencias algo bueno a nuestro favor, para ver de qué modo no hacemos el ridículo.

La verdad es que estamos fracasando en la defensa jurídica del país y esto muestra un serio problema del gobierno, del Estado y de las mismas facultades de derecho en Colombia. Nuestra nación es quizá una de las más leguleyas del mundo, proclamando leyes incomprensibles y complejas continuamente, que hacen que la vida de los ciudadanos sea más de papelocracia, que de democracia. Vemos a los abogados como importantes, poderosos y arrogantes, y en casos como estos, lo que se demuestra es que son más pantalla que efectividad, y que no saben cómo actuar para defender al país, sino cobrar sus honorarios bajo la premisa que el abogado es de medios y no de resultados.

Hablaba en estos días con un académico de la Universidad del Rosario, Giovanni Reyes, y me contaba de una tesis de Peter Watson, que plantea que en Europa en la época de la ilustración se dieron dos vertientes muy interesantes: la del taller y la del salón. La del taller se refería a la gente que creó riqueza haciendo cosas, produciendo, inventando; la del salón, eran esas personas que se las pasaban en el salón del rey, viviendo de sus apellidos y abolengo. El taller copó a casi toda Europa, pero el salón dominó a España y Portugal, situación que quedo sentada en la historia en los apellidos familiares, donde los británicos (después norteamericanos) tenían apellidos como Fisher, Baker, Cook, Taylor, inclusive Smith (como Blacksmith, que significa herrero), mientras que los españoles, dejaron su huella con los Reyes, Palacios o Márquez, dibujando una clara caricatura del oficio y el abolengo, del taller y el salón, de la producción y la aristocracia rancia.

Hoy, de nada nos sirve esa enorme fuerza de abogados que tenemos, porque perdemos todos los procesos en que estamos internacional y localmente, donde cada denuncia que se hace contra el Estado termina fallando a favor de alguien y generando una jugosa indemnización, de la cual recibirá buena parte el abogado demandante.

Colombia tiene por lo menos tres problemas institucionales enormes: falta de infraestructura, donde las normas tienen limitado el proceso de concesiones, y las empresas de construcción hoy tienen más abogados que ingenieros; la justicia, que se ha vuelto tan política y corrupta, que los colombianos no solo creen en ella sino que sienten que simplemente no es funcional, y cuando se intenta reformar ellos mismo tienen el poder para evitarlo; y finalmente las leyes, porque nuestro ordenamiento jurídico, dista mucho de ser ordenado o justo.

Hoy, debería renunciar la Canciller, pero esto no va a pasar porque el único miembro del actual gobierno con la entereza de asumir las responsabilidades políticas de sus acciones o de las de su equipo, el exministro de Minas, Tomás González, ya renunció y marcó una enorme división en la clase política colombiana: los que tienen la altura de asumir la dignidad de su cargo y los que hacen indigno el cargo.

@consumiendo

www.camiloherreramora.com

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