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Por A. Moñino

En una entrevista reciente con The New York Times, Laszlo Bock, el director de recursos humanos de Google, afirmó que esta compañía no busca necesariamente profesionales con diploma porque, según dice, “las habilidades de una persona en su trabajo no tiene ninguna relación con las que se exigen en la universidad”. Así como para Google, e igualmente para la empresa Confecciones Yudy, pasar por una universidad no garantiza ciertas competencias necesarias en el mundo laboral contemporáneo, se podría decir que la universidad no purga a las personas de ser mezquinas. Sólo basta con hacer un conteo de diplomas en el pabellón de políticos de La Picota para confirmarlo.

La ética, como el reconocimiento de que cada ser humano es un fin en sí mismo y no un medio para otros fines, hace parte fundamental del ejercicio profesional (y difícilmente se pueda aprender en una materia del pensum); para la muestra el botón, o más bien la perla de video que sacó a la luz Vicky Dávila, demostrando que en el periodismo también es fácil pasar por encima de otros para favorecerse personalmente, y así mismo seguramente habrá médicos, ingenieros, contadores, etcétera, muy cuestionables. Sin embargo, el caso de los abogados resulta particularmente simbólico, y, sobre todo, paradójico.

Se supone que estos profesionales son los encargados de velar por el cumplimiento de las leyes y, en efecto, al ser el lenguaje muchas veces tan susceptible a interpretaciones, son algunos de ellos quienes se especializan en manipularlo para que las leyes terminen aplicándose al acomodo de algunos y a intereses no necesariamente nobles. A fin de cuentas, una de las cosas que más nos permiten tener claras los abogados es que “legalidad” no es sinónimo de justicia.

Aquellos que hemos tenido la oportunidad de ver la serie de televisión “Breaking Bad”, o su secuela “Better Call Saul”, podemos identificar bien, a través del leguleyo y caricaturesco Saul Goodman, cómo se pueden acomodar las leyes, guardadas las obvias proporciones entre la realidad y la ficción, y así darnos cuenta cómo la falta de ética con frecuencia termina torciendo hasta el derecho. Y ni siquiera hay que ir a la televisión, sólo basta con una mirada a la cotidianidad.

En el país de los De la Espriella, los Lombana, los Granados, entre muchos más, está claro que el concepto de legalidad no está obligatoriamente atado al de justicia, entendida como dar a cada cual lo que se merece. También está claro que esa sacralización que otrora se hizo de los abogados (y en su momento de los médicos y los sacerdotes) debería replantearse, porque suele pasar que los que trabajan de lleno con las leyes, son los expertos en hacerles el quiebre y blindarse para favorecer intereses específicos, no necesariamente deseables.

Abogados de aquellos hay hasta en las «mejores» familias, por eso es bueno no andar pregonando a los cuatro vientos que “los buenos somos más”, porque vaya uno a saber… A fin de cuentas, no hay programa universitario, por muy prestigioso que sea, ni carrera profesional que garantice que sus graduados son buenas personas. Ya va siendo hora de llamar a tantos «doctores» encorbatados por su nombre: tramposos.

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