Me gusta ver correr sangre. No en las películas, no en esta guerra despiadada que está consumiendo el mundo, no en los hospitales, nada de eso. Me gusta ver correr sangre, literalmente. Cuando una herida se abre y esa gotita espesa brota y cae para reclamar su lugar en el mundo, esa es la sangre que me gusta ver. Sí, llámenlo fetiche o rareza ―no es que me jacte de ser una persona normal, realmente― pero cuando me corto con una lata o me pincho con un alfiler, después del madrazo reglamentario viene la contemplación de ese líquido carmín y escandaloso, porque nadie puede negar que la sangre es dramática aún en mínimas proporciones. Es como si gritara pidiendo ayuda cada vez que se asoma, como si amenazara con seguir saliendo sin compasión con efectos devastadores. Me gusta la acuarela que se crea cuando la mezclo con el agua tratando de controlarla, una lucha a muerte, agua y sangre midiéndose a ver quién gana. Sí, me gusta ver la sangre correr pero no tengo delirios suicidas. Disfruto un ratito y luego trato de detenerla.
Pero ese día no quería detenerse. Pensé que no era grave: un cuchillo de cocina, un corte perfecto, simétrico, delineado. El dedo índice de mi mano izquierda, escrupuloso para señalar, se rendía ante el aluminio un pedacito de piel pendía de un hilo a punto de caer. Pero yo no podía ver eso porque todo estaba cubierto de sangre: el dedo, la mano, la ropa, el cuchillo carnicero, todo lo que podía ver era sangre pero por alguna razón no dolía, me preocupaba más el desastre pintoresco que se gestaba a mi alrededor. Tratando de ayudarme, todos estaban manchados con mi sangre. Recuerdo bien a mi amigo apretando la herida mientras destapaba el tarro de alcohol con la otra mano, preguntándome si no tenía SIDA. Lo miré como si me hubiera abierto la puerta del baño mientras me duchaba y le dije que no. “Bueno, lo siento, tengo dos hijos y una vida por delante… y ahora tengo tu sangre en todas partes”. Me reí, se rió, y en menos de cinco minutos tenía todo el dedo vendado y la punta parecía un pirulito.
Al llegar a mi casa, antes de dormir me cambié las vendas. Un poquito de sangre salió pero honestamente fue una curación estupenda porque ni dolía, ni tenía señales de daño. En realidad no fue una herida muy profunda, solo un corte de piel de esos que incomodan algunos días pero sanan fácil. Sin embargo, me puse a jugar con las gotitas de sangre y el agua del lavamanos. De pronto, recordé que hay heridas que a veces duelen más que las que te haces con un cuchillo. Viendo mi piel abierta, expuesta, lastimada y sangrante pensé en los eventos recientes y me di cuenta que no había mucha diferencia. Tan solo una semana atrás se había abierto una vieja herida y tal como imaginé, estaba costando mucho sanarla otra vez.
Volví a hablar con él. Sí, el quincuagésimo primer, el hombre de arena, el erudito, el extraño, el causante del setenta por ciento de mis desvaríos y del noventa y cinco por ciento de mis desvelos en los últimos tres años. Ver mi dedo índice agrietado y desvalido me hizo imaginar que probablemente así se veía mi corazón unos meses atrás, como si le hubieran tasajeado un pedacito y se desangrara a gotitas. Pero también recordé que hubo alguien que estuvo ahí para ayudarme a limpiar esa herida con alcohol ―sí, esto es una metáfora porque sí, me refiero a litros y litros de tequila―, alguien a quien solía llamar amiga y que estuvo ahí durante todo el proceso, viendo correr a la par sangre y lágrimas, lanzando improperios a dúo tratando así de exorcizar los demonios y triunfar en el complicado arte de la catarsis en las tusas de amor.
Ella me acompañó, me vigiló, me monitoreó y en gran medida cuidó que esa herida no se hiciera más grande porque le preocupaba ver el estado fantasmal en el que me había dejado el desamor. Me cuidó tanto, pero tanto, que acabó aprendiendo mucho sobre él y conociéndolo tanto como yo. Muchos, pero muchos meses después de todo aquello, observando la herida en mi dedo, me encontré abriendo una herida más grande. Volví a hablar con él, única y exclusivamente para darnos cuenta de que esa mujer con la que ha estado charlando estos meses y con la que incluso se había puesto una cita unos días atrás, era precisamente esa amiga que cosió los puntos, puso los vendajes, y me cantó sana que sana, colita de rana cuando él puso punto final a nuestra casi-historia de amor.
No había llegado por casualidad a su vida y todo ese cuento de haber encontrado su número por error era una fantasía, una mentira enorme que había acabado abriendo un hueco en el lado del corazón que me quedaba sano, porque además de entender a las patadas que lo nuestro estaba muerto y enterrado, ahora tenía que enterrar a su lado una amistad que en su momento fue el más sanador de los bálsamos y que ahora me pesaba en lo más profundo de la decepción y la incredulidad.
No la culpo. Puede que él no sea especialmente guapo, o especialmente atractivo si al estándar nos vamos, pero sí sé lo cautivante que puede ser su charla, lo envolvente de sus palabras y lo bonito que se ve el universo a través de sus ojos verdetriste. Encariñarse con él o acostumbrarse a tenerlo en la vida no es nada difícil, así como no es difícil sucumbir ante el encanto de sus promesas esquivas y esa personalidad trasgresora cargada de egolatría y de amor propio. Cualquier mujer con dos dedos de frente podría encontrar esta mezcla interesante, así que no la estoy haciendo responsable por ello. Pero sí de haber guardado la historia bajo un manto de indignación fingida y de negación constante que me ubicó a mí en el otro lado del campo y me dio características de atacante, de villana, de persona malpensada y malintencionada sin criterio pero con una gran imaginación.
En realidad, la herida no se abrió de nuevo gracias al escenario que pinté en mi mente sobre la posibilidad de que estuvieran juntos. Tampoco se abrió porque un juego, en primera instancia inocente, desencadenara una ola de acontecimientos que la fueron poniendo a ella más cerca de él y más lejos de mí, nada de eso. Creo que la herida realmente volvió a sangrar cuando la doble cara de esa moneda llamada amistad me golpeó con una silla metálica en la espalda dejándome inconsciente y tirada en el suelo, pero sobre todo con la rabia de haber comprobado que no era solo una creación de mi mente a pesar de que ella lo hubiera negado con tal vehemencia y hasta me hubiera hecho sentir culpable por mis juicios y mi intolerancia.
Sanará, estoy segura. Aunque te tasajees el dedo con un cuchillo o alguien te clave un puñal, en algún punto la sangre deja de brotar y la herida cicatriza. Y a pesar de confesar mi gustito por ver correr sangre (está bien, de manera ínfima, en pequeñas cortadas, algo mínimo porque la verdad no soy capaz de ver ni una sola película con descuartizamientos), siempre será mucho más feliz el momento de la sanación, cuando pasan los días y apenas ves una marquita rosácea en la piel. Las heridas físicas generan anécdotas. Las del alma, desvaríos.
Facebook: Erika Ángel Tamayo
Twitter: @eangelt
Blog Personal: Desvariando para variar…
Comentarios