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Teólogo Fabián Salazar Guerrero, director de la fundación para el diálogo y la cooperación interreligiosa. INTERFE.

Unos amigos me solicitaron recordara esta reflexión que les ayudó mucho. Hace algunos días, a través de una red social, recibí una solicitud de consejo sobre el tema de la soledad y era tal la situación de desesperación de  aquella  persona, que me decía en medio de su dolor, que sentía que hasta Dios la había abandonado.

Esto de inmediato me llevó a recordar todas aquellas situaciones, de las cuales he sido testigo y que tiene que ver con el dolor que produce la soledad y que tanto daño hace al cuerpo, al corazón y al alma.

Recuerdo cuando trabajaba para un prestigioso colegio, como algunos de los niños y niñas llevaban en su cuello una llave y al preguntarles por qué, ellos me contestaban que para entrar a su casa pues no estaba nadie esperándolos. En otras ocasiones eran las empleadas domésticas o los porteros quienes hacían de custodios y compañía.  A algunos más les tenían nanas extranjeras para que los despertaran y sean las últimas personas en darles el beso de buenas noches. Nunca había visto tanta pobreza.

Son muchos los niños y jóvenes que en las instituciones educativas viven la soledad,  que tratan de estar todo el tiempo posible en el colegio para no ir a casa.  Esto los hace vulnerables,  los vuelve rebeldes, los hace refugiarse en amigos virtuales y videos juegos. Y esto si no caen en manos de la delincuencia.

Muchos padres se escudan detrás de sus responsabilidades de trabajo y justifican su ausencia a causa de logros de sus metas personales y profesionales, pero no saben el costo que están pagando en sus hijos. Otros no pueden estar por su apretada situación económica y tienen que soportar largas horas de trabajo y apenas tienen algunos momentos para estar con su familia en medio de su cansancio.  Algunos tuvieron que emigrar y sus hijos quedaron al cuidado de abuelos y familiares y se ven a través de la distancia mediados por una cámara.  Las anteriores situaciones los convierten en huérfanos con padres vivos y aunque creemos que ellos no se dan cuenta, es enorme su tristeza; que no pueden ser compensados con nada.

En mi contacto con estudiantes universitarios encontré también muchas situaciones de soledad entre los jóvenes. Algunos por estar lejos de sus casas y encontrarse solos en una ciudad difícil; otros por qué sus padres no los escuchaban, estaban ausentes o parecía no importarles. Muchos confesaban que tenían pareja no por amor sino por el enorme miedo a estar solitarios (situación que viven también muchos adultos). Los más tímidos sufrían por la presión social y  se sentían rechazados.

En la edad adulta se vuelve mas dramática la situación cuando una sociedad cada vez mas competitiva y excluyente, aísla a los sujetos, los hace destruirse entre si, los etiqueta, los clasifica y los obliga a vivir a la defensiva de sus semejantes. Las personas encuentran pocos amigos en quien confiar, se atrincheran en sus casas lejos de sus vecinos y cada vez se manifiestan mas alejados de sus familiares. Esta situación lleva a profundos sentimientos de soledad en la rutina diaria.

De esto no se escapan ni siquiera aquellos que  tienen pareja; viven en la misma casa pero sin calor de hogar, se ensimisman en sus monólogos, silencios e indiferencias sólo interrumpidas por gritos y reclamos. Algunos se aíslan en sus trabajos, otros buscan el aprecio de sus amigos y amores virtuales y hasta buscan desesperadamente cariño aunque sea en la distancia.

Sienten también el peso de la soledad quienes reciben la censura y la presión social a causa de la edad y que obliga a muchos a casarse sin el amor suficiente y hasta tener hijos en situación de soltería, llevando a las nuevas generaciones a un perverso ciclo de dolor y compensación.

De igual forma, algunos y algunas divorciadas sufren de soledad, cuando  optaron por dedicarse a sus hijos y no quisieron tener una nueva pareja.  Es una opción respetable pero ¿Qué pasará cuando los hijos se van? Y esta situación de soledad y miedo al amor, muy seguramente la ocasionó una pareja que dejó profundas heridas que marcaron de por vida y que difícilmente pudo superarse.

Pero es aun más triste la soledad de los ancianos. En otras culturas se valoran a los abuelos, aquí parece que en muchas casas estorban. Luego de educar a muchos hijos muchos de ellos, parecen olvidarlos, arrinconarlos, avergonzarse de ellos, y los más crueles los abandonan a su suerte y hasta los maltratan. Que soledad tan malvada es ésta y lo peor es el ejemplo dejado a los propios descendientes.

Leí en estos días una frase que afirmaba que el problema no es estar solo sino vacío. Y puede ser que de verdad ese es el problema. No tanto que una persona tenga alguien a su lado, sino que cada vez la gente padece profundos sentimientos de aislamiento, de desconfianza, de imposibilidad de comunicación y en último término de no sentirse amados ni valorados.

Analizando el caso de Jesús de Nazareth, se nota que El, también encarnó el dolor de la soledad. En su nacimiento, no «encontró un lugar» y su madre lo dio a luz en las afueras de la población y a los pocos días, bajo el cuidado de José tuvieron que huir en exilio (desplazados por la violencia) y vivir como extranjeros.

Luego, al comienzo de la vida pública debió enfrentar sus tentaciones en medio del desierto. Y todo esto encuentra culmen en el momento de la pasión, que comienza por una sensación terrible de soledad en el huerto, tanto que lo expresa como reclamo a sus discípulos.

Ya en el momento mismo de la Cruz, casi todos sus seguidores lo habían abandonado, lo negaron, lo traicionaron. Únicamente algunas mujeres, su madre y un discípulo estaban con Él. Sin embargo se seguía sintiendo tan solo que llama al cielo gritando en su agonía: «¿Padre, Padre por qué me has abandonado?».  ¿Acaso no nos hemos sentido algunas veces así? El vivió la radicalidad de la soledad de la muerte, por la cual todos debemos pasar.

Ahora cómo podemos creer que un Dios que vivió esta experiencia de soledad pueda estar indiferente y que abandone al que sufre? Dios está ahí, acompañando, curando y abrazando en medio de la noche. Pero necesita de nuestras manos, de nuestra ternura, de nuestra generosidad, de nuestra fortaleza para vencer el miedo y acercarnos al otro, de nuestro oído atento para escuchar, nuestro deseo de amar sin interés ni manipulaciones.

No le echemos la culpa a Dios de nuestra soledad. Ella también puede llegar a ser una bendición y una gran maestra. Cuestionémonos que podemos hacer para aliviar el dolor del otro, comenzando por la propia familia y entorno. Únicamente se requiere un cambio en la forma de ver el mundo para sentirnos responsables unos de otros y cuidarnos con enorme cariño.

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