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O una estadista como Angela Merkel de Alemania, Mette Frederiksen de Dinamarca o Sanna Marin de Finlandia—Primer Ministra más joven del mundo—. Liderazgos así son necesarios para conducir a sus países en tiempos de incertidumbre. Pero no. En nuestro continente nos gobiernan locos. Bolsonaro, Trump o el risueño López Obrador menosprecian la evidencia científica e ignoran lo que significa una decisión que rige la vida de millones. Nuestro Congreso está lleno de “Manguitos”, “Cabales” y “Mejías”. O peor: alguien que se precia de ser estadista, pero advierte con orgullo que “si lo veo le doy en la cara, marica”. Por favor.

Un hombre (o mujer, ya dije) de Estado es, según la definición del politólogo francés René Rémond, “aquel político que está por encima de divisiones partidarias y de los sectores, en inquieta y creativa búsqueda del bien común y asumiendo plenamente sus responsabilidades”. Estas cualidades no son tanto intelectuales como espirituales. Es decir, no basta con que “le queda el país en la cabeza”, sino que su apuesta de vida no se reduzca al hambre de poder y aspiraciones egoístas. En Colombia hemos tenido muchos presidentes y pocos estadistas. De hecho, son más los estadistas que no han llegado a ser presidentes, por ejemplo: Rafael Uribe Uribe, Jorge Eliécer Gaitán, Luis Carlos Galán, Álvaro Gómez Hurtado—estos últimos asesinados por El Régimen, como decía Gómez, justamente— y Humberto de la Calle, a quien quiero referirme.

Los estadistas se caracterizan por tener una visión periférica de los problemas de país, hacer propuestas estructurales y pocas veces populares, pues los populismos y las medidas cortoplacistas suele tener más adeptos. De la Calle reúne estas características. Liberal, en el mejor sentido de la palabra que ha ocupado las más altas dignidades del Estado: Registrador nacional, magistrado de la Corte Suprema de Justicia, arquitecto de la Constitución del 91, ministro, diplomático, vicepresidente —renunciando a su cargo por la entrada de dinero del narcotráfico a la campaña del presidente, Ernesto Samper— y jefe negociador de paz. Además, es escritor, profesor, litigante, nadaísta y ateo. Esto último lo destaco por su visión de un Estado laico, plural, diverso, en el que pensar diferente no conduzca al sectarismo, que tanto daño le ha hecho al país, el mismo donde una vicepresidenta y la ministra del Interior desconocen la laicidad.

Pero vuelvo a lo importante y aprovecho para solidarizarme con De la Calle por el reciente fallecimiento de su esposa, la economista manizaleña Rosalba Restrepo. Pienso en el esfuerzo que debió haber sido para la señora Rosalba que su esposo estuviera cinco años en La Habana liderando un acuerdo de paz. Un servicio al país que tuvo como protagonistas a las caras visibles del Acuerdo, pero pocas veces reconoce a esas familias que sacrificaron tiempo o tranquilidad. Luego vino, además, una campaña presidencial que empezó coja. El Partido Liberal liderado por César Gaviria y otros gamonales clientelistas, traicionaron su palabra de apoyar a De la Calle en la tarea de conquistar a liberales de base del país. Creo que todos nos equivocamos. En ese momento desperdiciamos la oportunidad de tener a un presidente con las características de Humberto de La Calle y a una Primera Dama como Rosalba Restrepo. El mejor candidato ocupó el último lugar.

En campaña, De la Calle citaba a Gómez Hurtado, ese otro gran estadista, sobre hacer “un acuerdo sobre lo fundamental”. Cuánto convendría hoy, en medio de esta crisis, tener un presidente con una visión de país clara, una hoja de ruta definida. Pero la historia, decía Benedetto Croce, ocurre solo como podía haber ocurrido.

Insisto, alguien como Humberto de la Calle, que a sus 73 años — un «abuelito», diría Duque— empezó a estudiar sobre cambio climático, es necesario para conducir el país. Pero pocos estadistas quedan en Colombia. Ojalá la vida le alcance a los que se proyectan como políticos para hacer una pequeña porción de lo que ha hecho y pensado De la Calle. Ojalá todos podamos trabajar incasablemente por nuestros sueños y servir al país.“Lo único que siempre dejo para mañana es mi muerte”, decía el nadaísta por excelencia Gonzalo Arango. Que así sea.

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