Lo revolucionó todo: Una Mujer Fantástica, la película chilena dirigida por Sebastián Lelio, no solo arrasó en la pasada temporada de premios, incluyendo el Óscar a Mejor Película Extranjera. También plantea debates en varios niveles sobre realidades incómodas acerca de las relaciones de pareja, la igualdad, la exigencia de derechos que hace la comunidad LGBTIQ y la hipocresía de la sociedad frente a estas reivindicaciones.
En cuanto a las relaciones de pareja, que un país tan conservador como Chile se atreva a revelar en toda su extensión el gusto de algunos hombres casados por los transgéneros o transexuales con el respeto que se advierte en Una Mujer Fantástica es de comer aparte. La reacción de la esposa engañada, el impacto en el hogar y la manera de seguir viviendo con una nueva ilusión llena de incertidumbres se tocan con sutilidad, evadiendo recursos melodramáticos como histerias o escenas subidas de tono.
¿Cómo le cuentas a tu esposa, hijos y familia que te gustan las personas del mismo sexo? ¿Y si además es transgénero? No hace falta. Asistimos a la intimidad de una relación común y corriente, que no requiere explicarnos cómo llegamos al primer acto de la película con la celebración del cumpleaños de Marina.
Con el mismo respeto se nos presenta el conflicto de Marina: en su desnudez que nos habla de su cuerpo en transición, en sus rasgos duros atenuados con su vestuario y en su prodigiosa voz, una de las sorpresas que es mejor descubrir en la proyección.
Desde luego va a asomar la intolerancia, y el caos que afronta el personaje de Daniela Vega desde la muerte de Orlando Onetto es aparentemente predecible: desde la constancia de su nombre masculino (pues, según ella, sus documentos están en trámite, una paradoja pues en la vida real la actriz aún lidia con ese asunto) hasta las intimidaciones del hijo de Onetto. En ese aspecto Una Mujer Fantástica balancea adecuadamente la rabia machista con el respaldo del profesor de canto de Marina y la tibia aceptación de su cuñado. Y esto es importante porque las redes de apoyo con las que cuentan las personas transgénero o transexuales casi son inexistentes o llenas de resentimientos.
En esa medida, el trasfondo político de Una Mujer Fantástica no se anda con ambigüedades: la desprotección en que algunas relaciones LGBTIQ quedan tras el fallecimiento de uno de los integrantes de la pareja y el abierto rechazo por parte de la sociedad es pan de cada día “Nosotros, como comunidad, tuvimos que pasar por la tragedia de la muerte a golpes de Daniel Zamudio para que el gobierno tuviera que sacar la ley antidiscriminación”, afirmó el activista Diego Ríos al New York Times durante el recibimiento ofrecido por la presidenta Michelle Bachelet a todo el equipo de producción tras ganar el Óscar. Precisamente el temor más difundido es que se evidencie un retroceso en la lucha por la igualdad con el regreso al poder de la derecha expresada en Sebastián Piñera.
Con todos esos elementos en juego ¿es posible conectar con lo que Una Mujer Fantástica propone? No es fácil. La fuerza de los prejuicios es tan poderosa como las cataratas de Iguazú o la borrasca que intenta frenar a Marina en una de las escenas más surrealistas del filme. A pesar de ello no se percibe como un panfleto lleno de reclamos y “deber ser” del mundo. Más bien refleja la desubicación total tras una pérdida, una pelea de dudosa victoria en donde solo queda aferrarse a la propia existencia para intentar sobreponerse.
A muchos les pareció que la reciente entrega de galardones de la Academia de Artes y Ciencias de Hollywood fue un contentillo para las causas del momento: desde el #MeToo y los afroamericanos hasta la población LGBTIQ. Amarrando navajas, algo hay de eso. Pero en el caso de Una Mujer Fantástica sus méritos superan las falsas condescendencias. No saben la emoción que me dio ver involucrados en esta producción a actores de gran trayectoria en la televisión chilena como Francisco Reyes, Amparo Noguera, Antonia Zegers y Luis Gnecco (Neruda, para más señas) Qué lástima no conocer con suficiencia todo su trabajo por la excusa de la jerga y dicción característicos de su país y conformarse, en su mayoría, con mediocres adaptaciones de las historias que han protagonizado. Por demás está agregar que Chile, junto con Argentina, no quita el dedo del renglón en cuanto a cine se refiere. Ambos países han logrado en diez años lo inimaginable para fortalecer la industria latinoamericana, algo que Colombia debe agradecer e imitar.
Hay una lección adicional para los guionistas y realizadores latinoamericanos: las historias pueden ser universales. No hay que desgañitarse en temas demasiado locales o narrados con exceso de prepotencia para agradar a jurados de festivales pomposos y coleccionar reseñas de diarios: el público también quiere cercanía, así que una buena dosis de empatía no caería mal para encontrar ese clic con él.
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