Cayó el muro y volvió a nacer la ilusión. Los años de división y de odio parecían haber llegado a su esperado final, mientras los ciudadanos del mundo entero se aferraban a una nueva ilusión. La globalización prometía tender una mano para reconciliar a las naciones antes enfrentadas por las guerras. Pocas épocas habían representado tanta esperanza para la humanidad como el fin del lleno de horror siglo XX.
Pero el sueño lentamente se desvaneció, y aunque los poderosos desarrollos de la globalización solucionaron la mayoría de las dificultades de forma entre las distintas civilizaciones, al mismo tiempo demostraron una incapacidad total para reconstruir el diálogo de fondo entre dos hemisferios que jamás han logrado entenderse.
Las guerras no se detuvieron y el ejercicio de la política se mantuvo intacto en las mismas manos. Fue así que las promesas incumplidas y las frustraciones colectivas comenzaron a acabar con la esperanza de las generaciones que en vano habían vivido en medio de la ilusión. Finalmente, fue con la llegada de la paranoia global ante el terrorismo que las comunicaciones con el hemisferio occidental terminaron de cortarse, mientras la fuerte crisis económica a finales de la década de los 2000 acabó con la falsa tesis de que el capitalismo sería la definitiva salvación.
Y entonces ocurrió lo peor: la gente dejó de creer en lo que tanto había defendido. Las instituciones de la política, antes sinónimo de credibilidad y respeto, pasaron a ser vistas como cómplices de la catástrofe. El miedo comenzó a convertirse en una tendencia global, mientras que la ciudadanía fue atrapada por la paranoia, dejando atrás la esperanza que poco tiempo antes había permitido pensar en mundos mejores. Las dinámicas de inclusión que tantos años habían tardado en ser interiorizadas por las sociedades, en pocos años pasaron a ser desvirtuadas por muchos y los políticos radicales aprovecharon la ocasión para tomar fuerza.
No es una coincidencia, ni tampoco una sorpresa que tantas naciones estén tomando un tenebroso giro hacia la derecha radical, cargada de populismo y de promesas basadas en el miedo. La desconfianza hacia la política tradicional y hacia las instituciones antes intocables son los síntomas más claros de este proceso de desencanto generalizado. Pero lejos de ser una solución, los discursos construidos sobre los temores de la ciudadanía han demostrado a lo largo de la historia que a pesar de cautivar a las masas solo llevan a crisis aún mayores, dividiendo a la humanidad y promoviendo la justificación del odio.
Cada triunfo del populismo moderno es una derrota más para el debilitado establecimiento de las naciones, de las familias que han concentrado el poder como si se tratara de un derecho hereditario, de los corroídos partidos políticos y de los medios de comunicación, que casi de manera sistemática han fallado en los intentos por conectarse con las preocupaciones de los ciudadanos. Y lo más doloroso para quienes creemos en la democracia está precisamente en que los electores parecen estar dispuestos a olvidar las visibles falencias de sus radicales líderes, si a cambio consiguen aportar a la caída de las instituciones que más desprecian.
La democracia es la inmensa perdedora con el regreso del populismo, siendo los contextos de mayor miedo al interior de las naciones los escenarios predilectos para el surgimiento del autoritarismo. Resulta imposible no pensar que como humanidad estemos condenados a un eterno ciclo de temporadas de desencanto colectivo, en donde el miedo abre paso a los radicalismos más tenebrosos. El traslado de la desesperanza a la arena de la política será el peligro más grande que tendrá que enfrentar el orden mundial y la mayor amenaza para la paz global. Pero es en tiempos de desesperanza cuando más debemos recordar que cada muro construido para dividir tiene sus días contados.
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