Tantos años de sufrimiento y violencia en Colombia han dado lugar a historias que, siendo ya muy tarde para evitar que ocurran, merecen ser contadas con toda la profundidad posible.
Desde el comienzo no cabe duda de que es una luchadora. Esperanza lleva la mitad de su vida intentando reparar los errores que cometió en el pasado, tocando puertas y buscando oportunidades. A una edad en que cualquier niña juega con muñecas y conversa por teléfono con sus amigas del colegio, fue obligada a partir al monte a defender una causa que no entendía. La inocencia se rasga como seda si se deja en manos de la violencia.
Y ahí es donde vuelvo a pensar en el lado humano tan poderoso y devastador que tienen todas las guerras. Mis ojos se encuentran con los de una mujer que nunca conoció la oportunidad de elegir un proyecto de vida ni de terminar a tiempo el colegio. Sus años de mayor vulnerabilidad y sus épocas más jóvenes se vieron suspendidas para siempre, en medio de los tiros de fusil que tronaban en la selva.
No puedo dejar de hacerme preguntas cargadas de prejuicios urbanos, mientras pienso en la naturaleza con la que Esperanza ha asumido asuntos tan complejos como el futuro, la muerte y el dolor. Y sin embargo la veo con su ropa de civil, con sus libros de la universidad en las manos, que dejan ver un anillo de matrimonio. Si la paz tiene forma y casos ejemplares, quizás no exista uno más perfecto que el de ella.
La oigo, entonces, hablar sobre cada uno de sus sueños. De los que la guerra sepultó para siempre y de los que aún se siente en la capacidad de cumplir. Me cuenta que tiene un hijo de cuatro años y que espera un bebe de dos meses. Me estremezco al escuchar que luego de dos años de haberse casado, decidió contarle a su esposo que había pasado diez en la selva. Nada cambió en su casa luego de esa noticia, según me confiesa.
Desde entonces trabaja en las mañanas para pagarse su carrera como abogada. Ha decidido dejar su pasado atrás, construyendo su vida desde ceros y apuntando siempre a la tranquilidad. Me explica lo afortunada que se siente de su presente, recordando que durante sus años de guerra, su sueño más anhelado era salir del infierno y formar su propia familia. Yo sonrío con complicidad, mientras caigo en cuenta del inmenso significado del nombre que escogió para su nueva vida.
Así como Esperanza, miles de colombianos que han sido absorbidos por la maquinaria de la guerra están decididos a regresar a la vida civil. Y me permito pensar que si todos los combatientes cuentan con tanta suerte y tenacidad como Esperanza, nunca más Colombia volverá a vivir un episodio de barbarie equivalente. Con el final de las guerras comienzan a conocer la luz miles de historias que habían permanecido anónimas.
Y es mientras converso con Esperanza y tomo apuntes de sus relatos, que recuerdo la época en que decidí dedicarme al periodismo. Además de ser una pasión, contar las historias de quienes han sufrido la perpetua violencia colombiana es mi manera de devolverle a la vida cada uno de los privilegios y oportunidades que he recibido, lejos de la guerra. Hoy, en el día del periodismo vuelvo a recordar el inmenso honor que para mí representa hacer, desde mi profesión, un homenaje a quienes lo perdieron todo y a quienes se fueron antes de su tiempo.
Los medios de comunicación deben evitar centrarse en las malas noticias y a crear una nueva forma de comunicar que no de todo el protagonismo al mal, sino que trate de mostrar las posibles soluciones.
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