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La guerra que hemos vivido en Colombia nos ha dejado secuelas profundas que están incrustadas en el alma de aquellos que la vivieron en carne propia pero también de quienes la usaron como método para imponer ideas en otros.

En la última semana de abril recibí la visita de un amigo que vino a conocer parte de Colombia desde Madrid, España. Él, un crítico como yo, me pidió el favor de mostrarle Bogotá desde los ojos de una ciudadanía cotidiana, sin el típico turismo impostor que mete debajo del tapete nuestra historia y nuestra realidad. Entonces, pensé en que fuéramos a la exposición de Jesus Abad Colorado en el Claustro de San Agustín, justo al lado de la Casa de Nariño.

Antes, caminamos un poco por La Candelaria, que para mi es la parte más representativa de Bogotá y del país, me dijo que por lo que había visto en la noche que llegó y en la mañana de ese día, le parecía una ciudad poco pensada y que resultaba ser más una colcha de retazos, le hallé la razón pero le expliqué que Bogotá viene siendo una respuesta a más de 50 años en guerra y que tuvo que convertirse en lo que él también me dijo, una ciudad dormitorio.

Llegamos al Claustro de San Agustín, nos tomamos un café y nos dispusimos a adentrarnos en la muestra fotográfica de Abad. Claro, mientras veíamos cada foto yo le iba contando un poco sobre los actores del conflicto armado, ese que pretendemos superar. Él intentaba encontrar similitud con ETA pero a la final solo coincidíamos en los atentados a políticos y a puntos urbanos. Le conté que quienes más padecieron la guerra fueron los campesinos, que fueron despojados de sus tierras, acribillados en sus fincas y desaparecidos por tener que ayudar a un bando o a otro.

En medio de la exposición hallé un elemento en común y son las botas de caucho que por mucho tiempo identificaron a los grupos guerrilleros pero que desde antes le pertenecieron como símbolo de trabajo a quienes labraban la tierra. No olvido que una señal de alerta en la época más dura del conflicto eran esas botas que, de entrada nos advertían que estábamos al frente de un guerrillero y, por lo tanto era un “enemigo”. Por este elemento de vestir que luego fue un ícono de la guerra, muchos campesinos se abstuvieron de usarlas, porque se convertían inmediatamente en un objetivo militar. A ese punto llegamos, perdimos identidad en las zonas más apartadas del país y sentimos vergüenza de quienes éramos en lo cotidiano.

Le conté a mi amigo que por fortuna parte de los seis millones de desplazados han regresado a sus casas pero que aun nos falta mucho por reparar, eso sí, las botas de caucho las visten de nuevo y ya no son un motivo de deshonra.

Hubo varias fotos que me llegaron al alma, en particular una en la que una niña de muy corta edad le pregunta a un funcionario de la Cruz Roja Internacional sí podía llevar su pollita pues era un regalo, esto sucede en un hecho de desplazamiento en Puerto Alvira luego de las torturas y asesinatos a 19 campesinos a nombre de paramilitares.

Contamos con la fortuna de encontrarnos a Jesús Abad en medio de la exposición, me llamó la atención su empeño por mostrarle sus retratos a los estudiantes y a los más jóvenes, a quienes les decía: “esta no es un exposición para generar odio”, “en los acuerdos de paz, ustedes son muy importantes, la paz no se hace con una firma, la paz se hace como lo está haciendo su profesora, trayéndolos a esta exposición”.

Y sí, es importante que no olvidemos lo que nos pasó, que tengamos memoria histórica de este maldito conflicto armado, sobre todo que le hagamos entender a las nuevas generaciones que la salida a nuestras diferencias no debe ser a punta de bala, que no carguemos más odio y que la verdad, es la vía para comprender nuestro oscuro pasado y de una vez por todas, seguir adelante.

Defendamos la paz a toda costa. No seamos cobardes en estos momentos. Y vayan al Claustro de San Agustín, sientan esta exposición con el corazón.

@Lore_Castaneda

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