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Por: Margarita Martínez Osorio*

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Hace cerca de 40 años las mujeres comenzaron a hablar entre ellas de las violencias que sufrían en distintos sentidos. Hoy, casi cuarenta años después, las historias que encontramos, tristemente, son similares.

“No soy nada cuando estoy sola. Solo existo porque me necesitan mi marido y mis hijos. A mi marido le tienen en cuenta. Influye en otras personas y en los acontecimientos. Hace cosas y las cambia y luego son distintas. Yo me quedo en mi mundo imaginario en esa casa. Yo no cambio cosas. El trabajo que hago no cambia nada; lo que cocino desaparece, lo que limpio un día hay que volverlo a limpiar al día siguiente”**. “Me sentí humillada; la mirada de ese hombre en el metro me hizo sentir vergüenza. ¿Será que mi blusa está muy escotada? ¿Será que mi falda está muy alta?”. “Me da miedo cuando él llega a la casa. Si le va bien en la oficina todo es perfecto, pero si tuvo un mal día solo quiere que yo siga su voluntad. Vamos a la cama y me incomoda tener sexo con él, no me gusta”. “Realmente pensé que mi jefe estaba interesado en mi trabajo, me hacía sentir importante y respetada. Pero desde el día en que le rechacé un beso, me humilla, me excluye de los proyectos importantes, ignora todo lo que digo”.

Estas son voces de mujeres que, en las décadas de los sesenta y setenta del siglo XX, hablaron desde distintos lugares del mundo en el marco de los grupos de conciencia, espacios creados por las feministas de ese entonces para sacar a la luz las dimensiones de la violencia de género. Mujeres blancas, negras, trabajadoras, amas de casa, de distintas edades, ocupaciones, regiones y orientaciones sexuales, campesinas, indígenas, hablaron. Y hablar se convirtió en un acto político en el momento en que se dieron cuenta de que, desde sus múltiples diferencias, compartían el dolor de ser mujeres en sociedades en las que ser mujer viene con unas cargas, expectativas y violencias concretas. Al hablar, las mujeres le dieron nombre a lo que las incomodaba; se dieron cuenta de que eso que las molestaba, también molestaba a otras, de que eso que les había pasado, también les pasaba a las demás. Violaciones, maltratos, acosos salieron a la luz en los grupos de conciencia y hablar se convirtió en el primer paso para, colectivamente con otras mujeres, comenzar a pensar en cómo resistir, en cómo transformar esa violencia que tanto dolor les había causado.

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Hoy, casi cuarenta años después, las historias que encontramos, tristemente, son similares. Con el hashtag #YoTambién (#MeToo), miles de mujeres de distintos países han hablado para contar sus experiencias de acoso y violencia. Así como los grupos de conciencia en los años sesenta, la campaña #YoTambién nos abrió los ojos y nos mostró con crudeza que el género sigue siendo una fuente de daño y dolor en muchos contextos. Todos los días nos levantamos con cifras impactantes de violencia intrafamiliar, sexual, de acoso en el trabajo, en las universidades, en la calle. Sin embargo, a veces se nos olvida que detrás de esas cifras hay mujeres que cotidianamente deciden vestirse de otra manera por miedo a ser acosadas; mujeres que cargan con la culpa de una violación que bajo ninguna circunstancia es su culpa; mujeres que guardan el dolor y callan por miedo a la reprobación social, a perder el trabajo o la familia. Lo que #YoTambién mostró es que esas cifras nos hablan de vidas y cuerpos que se truncan por una violencia de la que no queremos hablar o que intentamos justificar con argumentos y palabras vacías y revictimizantes.

Yo, una feminista auto-declarada desde hace más de diez años, puedo decir que #YoTambién he sido víctima de violencia y que, a pesar de haber tenido muchos privilegios en mi vida, pasé muchos años culpándome y callando. Tuve que escuchar las historias de otras mujeres, a quienes les había pasado lo mismo que a mí, para darme cuenta de que no era mi culpa. Hablar y conocer otros casos me permitió llamar por su nombre a lo que me había pasado y, así, poder comenzar el proceso de hacerme (y hacernos) algo de justicia. Ese sistema de género que llamamos patriarcado nos invita a culparnos, a callar, a odiarnos y a responsabilizarnos por la violencia; en este contexto, hablar –y hacerlo colectivamente- es quizás uno de los actos de resistencia más poderosos: por eso hoy digo #YoTambién, para que, entre todas, nos hagamos oír fuerte y claro para condenar lo que no debió haber pasado y lo que no debe volver a pasar.

La voz colectiva nos hace darnos cuenta que no estamos solas y que, juntas, podemos impulsar acciones para que nuestra vida esté libre de violencias. El poder transformador de hablar colectivamente nos invita a movilizar transformaciones radicales en nuestras vidas. En mi caso, hablar con mi familia, mi pareja, mis amigos y con otras mujeres que pasaron por experiencias similares llevó a que ellos y ellas cuestionaran y condenaran lo que me pasó y lo que les pasa a muchas mujeres; a que evaluaran qué estaban haciendo (o no haciendo) para romper con ese círculo de violencia e impunidad que posibilita la violencia. De esa manera, a través del amor y del cuidado nos juntamos para crear un espacio seguro, de confianza e igualitario. Construir desde el amor fue la decisión política que tomamos para darle un lugar en nuestra vida a las historias de las otras, porque nos dimos cuenta que cuando una es maltratada, todas podemos ser maltratadas.

Por eso, decir #YoTambién es el inicio de un proceso transformador que, como lo decía la feminista Adrienne Rich para el caso de los grupos de conciencia, nos permite darnos cuenta de que somos más que los daños que hemos soportado; de que el poder transformador y revolucionario de nuestra voz puede cambiar la injusticia.

*Investigadora de Dejusticia

** Este testimonio textual se encuentra consignado en el libro de Catharine Mackinnon, Hacia una teoría feminista del Estado. Los otros testimonios, también relatados en este libro, fueron modificados para cumplir con el formato de la columna.

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