Por: María Ximena Dávila*
El 8 de marzo fue un momento para reclamar el significado de lo público, para reclamar las calles y reclamar la voz. El recorrido de la marcha, que empezó en el Parque Nacional, terminó con una llegada ritual a la Plaza de Bolívar. Allí, en medio de velas blancas, se recordó a quienes la violencia se llevó antes de tiempo. No tenemos un dato definitivo de cuántas son, pero sabemos que en 2020 al menos 630 mujeres fueron víctimas de feminicidio y que en 2021 el panorama es igual de estremecedor: a enero de este año, según cifras de la Red Feminista Antimilitarista, ya se habían registrado 55 casos a nivel nacional. El 8 de marzo se marchaba por ellas.
El luto nacional por feminicidios ocupaba toda la Plaza de Bolívar. Además de la llama de cada vela, en medio de la plaza se extendía una cuerda que sostenía decenas de fotos de mujeres asesinadas. Ahí estaban los nombres, las edades y los rostros de quienes ya no podían gritar en la marcha, de quienes ya no podían reclamar el fin de la violencia, precisamente porque la violencia las había acabado primero. “Nos sobran los feminicidios, nos faltan las mujeres”, decía un altar que se elevaba al lado de los retratos.
Esto no solo sucedía en Colombia. La necesidad de recordar recorría el continente. En México, las mujeres llenaron El Zócalo —la plaza más importante de la ciudad— con los nombres de otras mujeres víctimas de feminicidio. En Argentina, días atrás, se había realizado un homenaje público en la Plaza de Mayo, donde se recordaron los 44 nombres de las mujeres asesinadas en lo que va de 2021. En estos actos de protesta es evidente la centralidad que se le da al recuerdo, una centralidad que nos hace preguntarnos qué hay en el acto de recordar que pueda ayudar a manifestarnos.
Antes que nada, creo que estos actos que avivan la memoria nos sirven para reconocer a las mujeres como sujetos, como vidas individuales, como agentes con rostro, edad y contexto. Esto es importante porque evita que únicamente nos dediquemos al acto mecánico de contarlas como un número que se apila con el paso de los días. Hace que las veamos como sujetos individuales, con nombre y vida propia. Al recordar a una mujer, al recordar su nombre, la situamos en un entorno y, con eso, reconocemos que, si bien la estamos nombrando porque fue asesinada, su vida tuvo una importancia y una extensión más allá de ese acto. En ese sentido, recordar nos sirve para ver a las víctimas por fuera de sus victimizaciones y homenajear su vida con una lucha.
Las acciones de remembranza pública también les dan una nueva luz a los actos de protesta en los que se enmarcan. Muestran que una marcha no es solo una marcha. Es decir, no es solo un acontecimiento que sucede y se acaba en el transcurso de unas horas. Por el contrario, la marcha es, como lo dice Verónica Gago, un proceso: empezó (o empieza) cada vez que a una mujer la asesinan, la violan, la acosan, la agreden, cada vez que una mujer es víctima de la violencia del mundo. En ese sentido, los actos de memoria, desde rayar el Zócalo de México hasta llenar de fotos la Plaza de Bolívar en Bogotá, resignifican la temporalidad de las marchas y conmemoraciones en donde suceden. Podría decirse, y me gusta pensarlo así, que le dan la temporalidad del recuerdo: una temporalidad larga, pausada, que cambia y evoluciona, que no se agota con un solo acto, sino que renueva su relevancia con cada mujer violentada.
Finalmente, los actos de recuerdo también pueden ser actos de encuentro. Recordar a quienes ya no están nos hace encontrarnos en sus nombres e historias, ver que sus asesinatos no son aislados ni exclusivos, sino que son un peligro al que todas las mujeres pueden estar expuestas en mayor o menor medida. Los rostros de la Plaza de Bolívar, entonces, son un símbolo para representar los otros rostros: los de las víctimas de violencias rutinizadas, los de las víctimas de la violencia que nunca supimos, los de los cuerpos que nunca encontramos. Son un símbolo porque en ninguna superficie cabrían todos los rostros de las mujeres que han sufrido violencia. No hay plaza que pueda albergar tantos nombres.
“Somos un rostro colectivo” es el nombre de la plataforma que ha impulsado algunas de las últimas marchas y procesos de movilización feministas en Colombia. Y no puede parecerme una expresión más adecuada para terminar estas palabras. Recordar nos sirve para manifestarnos porque nos permite situar nuestro rostro en un rostro colectivo, encontrarnos con otras, reconocerlas como individuos y ubicar un acto (como una marcha) en un proceso político más amplio y duradero.
* Investigadora de Dejusticia
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