Conocer el mar ya de adulto proporciona una serie de sensaciones mucho más fuertes que haberlo hecho a temprana edad, o por lo menos es lo que me pareció por la experiencia que viví. Por estas épocas decembrinas, ad portas de vacaciones y animado por una emotiva conversación que sostuve con una amiga, han venido vivos los recuerdos de mi primer contacto con el mar. Tenía que viajar por asuntos del trabajo a Barranquilla y dada la cercanía de esta ciudad con Santa Marta, decidimos con los compañeros de viaje, tomar unos días más para ir a conocer el Parque Tayrona. Diez mil pesos cuesta el pasaje en flota desde Barranquilla hasta el terminal de Santa Marta, unos noventa mil pesos pesos le puede cobrar un taxi por llevarlo de ese terminal a la entrada del Parque Natural, un colectivo lo lleva desde este punto hasta donde comienza la caminata a pie hacia las playas, por dos mil pesos.
Para llegar a la primera playa del parque en donde se puede acampar, hay que atravesar un sendero natural que recorrido a pie y a paso normal puede gastar una hora y media. El camino va rodeando una serie de montañas y entre vegetación y arena, se abren unos claros que van permitiendo descubrir el ambiente de la costa. En un punto del camino y al llegar a la parte más alta de unas escaleras hechas en madera, se deja ver por primera vez, inmenso y ruidoso, el mar en todo su esplendor. No me lo imaginaba así. Como es una parte bastante alta, el mar se ve desde allí como una pared, como un gran tablero ondulado e inquieto, a veces verde a veces azul. Lo llena todo en el horizonte y me da la sensación de que en algún momento se va a desprender y va a caer sobre la montaña en donde estoy de pie. A diferencia de las postales que veía ilusionado y nostálgico sentado en la silla de mi oficina, en donde se retrataban a las palmeras obedientes siendo sacudidas por un viento suave y al mar en calma acariciar la arena de la playa casi sin consecuencia; el mar de la vida real me pareció terriblemente agresivo y desafiante, el sonido que producían sus olas al golpear las rocas era amenazador y mostraba su furia y su poder. Las imágenes que vinieron a mi cabeza en ese instante no fueron las de vacaciones, ni parasoles, ni bebidas heladas. Pensé en todos los barcos con sus marineros que habían de yacer en la profundidad de sus aguas, en todos los turistas que han perdido la vida en esas playas por su imprudencia. No me inspiró descanso, más bien respeto. No me relajé sino que estuve alerta, tal vez sin ninguna razón.
Coincidió que por esos días estaba leyendo un libro de Tomás Gonzàlez que habla bastante de las experiencias de una familia que vive en la costa. Al llegar a la primera playa y luego de dejar armado mi campamento, me senté a la orilla del mar. El ir y venir de las olas era como un masaje en mis piernas, el agua me llegaba casi hasta el pecho. En ese apretón de manos, mientras la vida nos presentaba y aun con mucha inquietud, mi mirada se clavó lo más lejos en el horizonte, tratando de adivinar algo entre la línea que dibujan el mar y el cielo. No pude evitar que mi mente recorriera desenfrenada las hojas de ¨Temporal¨, en busca de esas frases maravillosas que Tomas usa para referirse al mar. En una de ellas asegura que el mar le habla a los que están dispuestos a escucharle y hago esfuerzos grandes e inútiles por escuchar algo inteligible. El ruido de las aguas es tal que no sé si está diciéndome tantas cosas que no puedo dar con ninguna idea concreta, o si tal vez sea más complejo de lo que creí entender su idioma.
Después de que mis compañeros me advirtieran de que no podía seguir allí ya que en esa playa era prohibido meterse al agua y después también de pensar un poco más racionalmente, me di cuenta de que el mar puede que no hable, pero sí que puede llegar a ser incómodo (en algunas partes sobre todo) cuando se deja secar en el cuerpo esa agua salada, combinada con arena seca y un baño sin agua. Pero bueno, superado el impase, pasé el resto de la velada en compañía de alguno de mis compañeros de viaje y un nuevo amigo barranquillero que vino a sentarse a nuestra mesa y se unió a nuestra charla acompañada de bebidas recién sacadas del refrigerador.
Hablamos de todo y de todos; me convenció (en ese momento) de que el mar no habla. Me dijo que era cuestión de costumbre. Para él, el citadino cree que el mar es maravilloso porque es algo novedoso y extraño. Para alguien que creció viendo el mar todos los días, es algo rutinario y hasta aburrido. No puedo negar que me desconsoló un poco su opinión pero dejamos el tema de lado y pasamos a hablar de fútbol; él habló del Junior, yo hablé de Nacional y traté de explicarle el por qué ser hincha de un equipo paisa siendo rolo; comentamos la situación precaria en la que se encuentra el Unión Magdalena, un equipo que fue cuna de grandes jugadores Colombianos de esa parte del país y que hoy sobrevive en segunda división. Luego le pregunte de la situación de pobreza que vi en los barrios que se atraviesan en el camino de barranquilla a Santa Marta y él me contó sus experiencias de inseguridad y vandalismo que vivió en su visita a Bogotá. Hablamos de varios de los jugadores de la selección Colombia y de lo que podría ser el mundial. Y por supuesto hablamos de Gabriel García Márquez, cuya muerte coincidió con mi estadía en el departamento que lo vio nacer.
Bien entrada la noche, justo antes de acostarnos, llegó hasta nuestro campamento un sonido aún más fuerte producido por las olas. Nos acercamos todos a la orilla para descubrir lo que sucedía. La marea había subido y el mar llegaba hasta varios metros mas adentro de lo que lo hacía al atardecer. Los encargados de la seguridad nos dejaron sentarnos muy cerca de la orilla del mar siempre y cuándo lleváramos linternas y allí seguimos hablando de todo y de nada por largo rato, intentando expresar con palabras las sensaciones que afloraban en ese inquietante espectáculo natural, intentando disfrutar al máximo, deseando que jamás se hiciera de día, anhelando que se congelara el tiempo, acostumbrando los ojos a la oscuridad de la noche, perdiendo la vista allá lejos en las aguas, sintiéndonos tan pequeños y vulnerables, respetando y temiendo la inmensidad que teníamos al frente…
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