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Juan David TorresPor: Juan David Torres

El viejo adagio reza que los extremos terminan juntándose. En efecto, si algo une a la derecha y a la izquierda es que ambas reclaman representar a la gente buena del país. “Los colombianos de bien” y “la gente decente” son frases presentes en muchos de los discursos de los dirigentes de ambos extremos del espectro político (ver acá y acá). Ante esta paradoja, más allá del limbo moral en el que nos encontramos quienes no profesamos ningún credo político, urge reflexionar detenidamente sobre la tendencia de los dirigentesy sus seguidoresa autoproclamarse como poseedores de toda bondad y las implicaciones de este maniqueísmo para la democracia.

Creer que el mundo se divide entre buenos y malos y, peor aún, creer que se pertenece, por seguir ciertas ideas o líderes, al primer bando, además de ser un ejercicio de vil pedantería reduce los incentivos a vivir en democracia. Válgase aclarar que la vida en democracia no solo supone el ir a votar cada cuatro años, sino que requiere de una constante disposición frente a la deliberación con ánimos de, no tanto imponer las ideas, sino de intentar alcanzar consensos. Ahora bien, ¿qué discusión querrá llevar a cabo alguien que cree que su interlocutor es una mala persona? El maniqueísmo político supone adoptar una posición en la que unos se proclaman virtuosos y, por ende, superiores a los demás por el simple hecho de seguir unas u otras ideas y líderes.

En este sentido, lo máximo que se puede esperar -en términos deliberativos- de alguno de estos “poseedores” de la bondad es que intente hacer caer en cuenta a su oponente de su maldad y su indecencia mediante el uso de la falacia, la calumnia y el insulto. De esta manera, lo llamará “neoliberal”, “oligarca”, “comunista”, “guerrerista”, “enmermelado”, “terrorista”, entre otros eufemismos de la maldad, hasta el punto en el que solo bastará con mencionar la militancia del contrincante en uno u otro partido para reflejarla. Así, la modorra democrática nos aboca a las semillas del totalitarismo.

Ahora bien, a medida que se impone la desidia ante la deliberación democrática no sorprende que se reduzca la calidad tanto de la política como de los políticos. Esto se hace patente en los medios de comunicación. Lo que vende no es la búsqueda de consensos sino el sentar a los representantes de ambos extremos para que se lancen todo tipo de dardos cargados de inquina. De esta manera, los ciudadanos nos fijamos más en qué le espetó el uno al otro que en lo que se concluyó. De hecho, lo más común es que no se concluya nada y que en la intervención final de cada interlocutor este resuma por qué es poseedor de la bondad y por qué el resto no. Es el circo de la democracia ante los micrófonos, una oda a la mediocridad.

Así, la calidad de la deliberación se deteriora hasta el punto de extinguirse. No se exige rigurosidad ni argumentación; lo único que importa es demostrar que se es superior. Esto es bastante rentable para los políticos, a quienes les basta con polarizarartificialmentecada vez más a la sociedad para aferrarse al poder. Cada quien seguirá creyendo que se encuentra del lado correcto de la historia sin percatarse de que esta es la peor manera de escribir -o no escribir, pues nada cambia- la historia.

Es muy fácil dividir al mundo entre buenos y malos. Si queremos vivir en democracia debemos entender que la virtud no está en seguir a cierto líder o conjunto de ideas a imponer, cual torneo electoral, sino en nuestra capacidad de alcanzar consensos mediante la deliberación, el respeto y la empatía.

Twitter:@TorresJD96

 

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