Se completan varias semanas de marchas por parte de estudiantes que reclaman mayores recursos económicos para la educación superior y vuelve a ponerse sobre la mesa la discusión sobre los límites que la protesta social tiene, como mecanismo, para exigir el cumplimiento de compromisos estatales.
Lo que nació como un ejercicio legítimo de abogar por mayor presupuesto para el mejor funcionamiento y la ampliación de un servicio social básico y estratégico como la educación superior, poco a poco se ha ido deformando en una batalla campal que ha puesto en riesgo la vida y la tranquilidad de los ciudadanos en diferentes zonas del país. No esperemos a que haya un muerto de por medio, bien sea de las fuerzas de seguridad o de los manifestantes, para percatarnos de la necesidad de poner reglas y canalizar adecuadamente el descontento social y la acción institucional.
Las imágenes de los últimos días con estaciones de Transmilenio destrozadas, ataques a un reconocido medio de comunicación, integrantes de la Fuerza Pública atacados con fuego y gasolina, entre otras, son situaciones inaceptables que, lamentablemente, oscurecen la jornada de los estudiantes que, en su gran mayoría, han protestado pacíficamente y tienen la convicción de defender una causa justa.
¿Quiénes están detrás de las manifestaciones de violencia? ¿Por qué muchos de los manifestantes optan por encapucharse o cubrirse el rostro como si tuvieran algo que esconder? ¿Por qué no se valoran gestos del actual Gobierno como la suscripción de un acuerdo con los rectores de las universidades públicas, que ya estableció una adición presupuestal para los próximos cuatro años? ¿Por qué varios movimientos sociales con agendas paralelas se suman a la protesta si es evidente que los recursos no alcanzan para todos los sectores? Es evidente que hay muchas personas que están pescando en río revuelto.
Nuestra sociedad se debe sincerar y, si bien es cierto que la inversión social es insuficiente en un país con tantas carencias e inequidades, éstas no se resuelven con agendas soterradas y violentas. El primer paso es quitarnos las máscaras y, en el caso de los estudiantes, las capuchas. Ese anonimato es el que hace de las redes sociales un escenario incendiario, hostil y destructivo, no hagamos lo mismo trasladando los odios a las calles y plazas públicas donde el daño y la destrucción es aún mayor.
Muchos se escandalizaron cuando el hoy Ministro de Defensa, Guillermo Botero, incluso antes de su posesión, habló de la necesidad de reglamentar la protesta social. Parece que el tiempo le ha dado la razón, aún no hemos sido capaces de trazar la línea entre la protesta pacífica que consagra el artículo 37 de la Constitución Nacional y la estrategia desestabilizadores y disociadora de algunos pocos, dentro y fuera del establecimiento, que se benefician con el caos social e institucional.
En lo personal, soy defensor y promotor de la protesta social con fines de justicia. En mi vida me he visto obligado a recurrir muchas veces a ella para hacerme escuchar. He estado encadenado, marchando, en plantones y manifestaciones, ¡hasta huelgas de hambre! pero jamás lo he hecho encapuchado ni poniendo en riesgo la seguridad de terceros. Demos entonces el primer paso, quitémonos todos las máscaras y las capuchas.
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