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El domingo pasado asistí sin querer a tres misas distintas: la primera de ellas en frente de mi casa, en un parque público. El padre se ubicó muy orondo bajo los tres palos del arco y, con una mesa improvisada y la ayuda de muchos piadosos, echó su sermón, partió el cuerpo de Cristo y ofreció la comunión. La segunda misa fue en un almacén Éxito, adonde también llegó un sacerdote con barba de rabino y, literalmente, entre pantaloncillos y medias en promoción, celebró la eucaristía. No eran las diez de la mañana cuando tuve que irme a un centro comercial y allí también, en la plazoleta principal, había un padre con cara de mal genio echándose un sermón sobre la humildad: la imagen era muy curiosa porque un centro comercial, epicentro del consumismo, no es el mejor lugar para hablar de pobreza.

Cada vez es más común ver este tipo de misas a domicilio pero a nadie parece importarle, al contrario, los muchísimos fieles que vi parecían felices por tener la indulgencia a la mano por donde quiera que vayan. A mí me parece que alguien debería protestar por eso, yo no lo hago porque ya quemé mi etapa de ateo militante pero aún así considero de muy mal gusto y bastante invasivo que uno ya no pueda hacerle el juego al consumismo decembrino sin encontrarse una misa en cada esquina, y eso que no han empezado las novenas. Pero no solo lo digo por lo incómodo que me resulta pasar por un centro comercial y oír una voz a lo lejos que me diga que me voy a condenar en el infierno, sino por la propia imagen de la Iglesia y el derecho que tenemos todos a la libertad de cultos.

Desde mi punto de vista, una Iglesia que va a los centros comerciales y que celebra misas en cualquier parque teniendo templos en cada barrio de Bogotá, es una Iglesia en crisis. Los fieles cada vez son menos porque muchos han preferido emigrar a congregaciones de corte más conservador o más carismático o qué sé yo, en donde pagan más dinero para que -y esta es mi opinión- los amenacen con el mismo infierno y les infundan los mismos miedos que promueve la Iglesia católica, condimentados, eso sí, con fuertes dosis de radicalismos. Así que la respuesta de la Iglesia es salir al terreno a ver qué caza, supongo que le funciona pero me pregunto si no podrían diseñar una estrategia más piadosa que poner a sus fieles de rodillas en la sección de ropa interior de un almacén. Tal vez una iglesia más progresista y abierta a las juventudes pueda reinventarse y ganar nuevos seguidores, tal vez una Iglesia menos tolerante con el pecado de sus pastores sea vista como más transparente y gane autoridad. No lo sé.

Dirán los católicos que son mayoría y que sus intenciones son nobles (qué más noble para un creyente que difundir la Palabra de Dios) pero me pregunto si pensarán lo mismo cuando un buen día en lugar de la eucaristía se encuentren con un culto cristiano que deban aguantarse mientras compran los regalos de navidad -sobre el papel, los cristianos tienen el mismo derecho a usar parques y reservar plazoletas que los primeros-. Seguramente muchos pondrían el grito en el cielo porque así es nuestra naturaleza: si las normas se violan para difundir mis creencias me hago el de la vista gorda, pero si se violan para difundir las de alguien más, es gravísimo y hay que mandar cartas y hacer bulla.

Dirán que una misa en un centro comercial no le hace daño a nadie. Yo pienso que sí porque está limitando el sentido crítico de los compradores y naturaliza creencias, comportamientos y miedos que no deberíamos tener, al menos no de manera impuesta. Cada cual es libre de creer en lo que se le dé la gana y, si esta creencia lo hace un buen ser humano, mejor aún, pero nadie debería imponer sus creencias o sacarlas a hacer compras, menos la Iglesia católica que tiene representación por todas partes y más influencia de la que debería en un país laico. Por el amor de Dios: que las misas vuelvan a las parroquias, de donde nunca debieron haber salido.

Twitter: @andresburgosb

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