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Hace poco desvié mi camino cuando iba a hacer una diligencia en la plaza central de Tabio en Cundinamarca. El sonido de un acordeón me fue llevando al sitio de origen de las notas vallenatas, que aunque eran de principiante, se me antojaban agradables. Llegué a la casa de la cultura del pueblo, sin pedir permiso entré para saber de dónde venía la música y me encontré en el solar de la edificación a tres niños sentados en una banca, a los que parecía les pesaba el instrumento y que estaban guiados por un profesor de apariencia costeña de no más de 30 años. No lo interrumpí hasta finalizar la clase, pero me quedé lelo viendo la escena en donde él transmitía su conocimiento a los menores que se divertían aprendiendo y sentían el acordeón tal vez más como un juguete, pero que para su corta edad, interpretaban muy bien.
Me quedé charlando con el profesor, contándole mi experiencia cuando se me presentó la posibilidad de tomar clases por allá a finales de los años noventas, las cuales tuve que abandonar por la falta de capacidad económica para comprar un instrumento que al precio de la época superaba los dos millones de pesos. Mi maestro, «el pollo López», ese mismo que le enseñó en una época a Beto Jamaica (el único rey vallenato cachaco) me dijo que era muy difícil que aprendiera rápido si no podía ensayar en la casa. Después vinieron otras responsabilidades que me obligaron a alejarme de mi sueño de aprender a tocar el acordeón. En un viejo casette que se me perdió en un trasteo quedaron plasmados mis inicios cuando interpreté con grupo completo (cajero y guacharaquero) la primera canción que con mucha dificultad me aprendí. Se trataba de «La Cañaguatera», de Isaac Carrillo, una historia de amor fallido que le compuso a Duvis Guillén, una hermosa morena de Chimichagua Cesar que vio cuando paseaba por las calles del barrio Cañaguate en Valledupar.
cañahuate
Por esa y por muchas más razones, cuando se acerca la última semana de abril me entra la «ausencia sentimental» por no poder ir una vez más a la fiesta por excelencia de nuestro folclor, el festival vallenato en la capital del Cesar. Para muchos puede ser una moda, una fiesta colombiana más que se debe vivir; para mí es una cita pendiente que debo cumplir antes de morirme. Solo tuve escasos minutos en el pasado para vivir algo del festival, cuando prácticamente me desvié de mi camino a Barranquilla (me enviaron del trabajo a llevar un carro) y ahí, solo, parado frente a una tarima y con los ojos cerrados escuché durante no más de treinta minutos el son, el paseo, el merengue y la puya. En ese 1999 el ganador fue mi tocayo Hugo Carlos Granados, quién este año entregará el título del «Rey de Reyes» obtenido en el 2007. Pero yo no me pude quedar a ver el final de la contienda. Tan pronto llegué a la capital del Atlántico, entregué la camioneta y me fui para el hotel a seguir la transmisión por televisión.
festivalvallenato
Todos tenemos sueños en la vida, unos grandes y otros pequeños, unos sueños se cumplen y otros se quedan en el limbo. Para mí, asistir al Festival de la leyenda vallenata es un tema pendiente; quiero volver a pararme frente a esa tarima, tal vez ya no solo, tal vez en una buena compañía con la que pueda tomarme un buen trago de Old Parr y pueda asistir a una parranda en el solar de una casa a escuchar más sobre la historia de la música que muchos consideran, es «cosa de corronchos». También algún día volveré a retomar mis clases de acordeón, de pronto cuando ya esté retirado. Quizás empíricamente sea capaz de componerle una canción a la mujer que amo.

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