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La popularidad es un tema que interesa a todos los gobernantes. Cada encuesta suele producirles, según sus resultados, una sensación casi orgánica, o bien una angustia existencial, con insomnios y psoriasis. Sin embargo eso poco tiene que ver con la preocupación frente la percepción que se tenga de su tarea, sino que está ligado directamente con la egolatría y la vanidad. En Colombia, por ejemplo, la última encuesta realizada por la firma Ipsos Napoleón Franco para RCN Radio, Noticias RCN, La FM Radio y la revista SEMANA, revela que sólo el 25 % de los colombianos tiene una imagen favorable y el 73 % tiene impresión desfavorable, del presidente de la República y eso a Santos poco le importa, no porque sea él, sino porque para ser claros, ningún gobernante colombiano, desde presidentes hasta administradores de conjunto residencial, han renunciado porque una multitud los odie o se encuentre descontenta. Podrá causar una piquiña, pero en el fondo, les vale huevo porque saben que los mecanismos de revocatoria de mandato previstos en nuestra Constitución, son tan complicados, tan engorrosos y permiten tantos recursos de apelación, que cuando los fallan, ya el período para el que fueron nombrados ha expirado y bien pueden estar disfrutando de lo conseguido en Saint Tropez o en Miami.

Estamos muy lejos de ser la primavera árabe y nuestros gobernantes tienen el cuero duro, por lo que la protesta ciudadana no pasa de ser una algarabía diaria en twitter, un insulto en la línea abierta de Julito, una maledicencia en las charlas de café o un agravio en los almuerzos de domingo. No nos organizamos en una fila para pagar el mercado en el D1, menos nos vamos a organizar para tumbar a un presidente o a un alcalde.

A nuestros gobernantes poco les importa lo que digan los demás porque en el fondo saben que los ciudadanos de a pie no somos más que un puñado de inconformes, buena vida, que aunque estemos jodidos no pasamos más allá de la queja y el lamento, porque los colombianos somos hipocondríacos de la lengua y cuando no nos duele el desempleo, nos aprieta la pobreza, o el alza del dólar, la venta de Isagen, o la corrupción o los impuestos, nada que no sane.

La impopularidad en nuestro país no pasa de ser una anécdota de pronto olvido como cuando el borracho se vomita en medio de la gente o como cuando se pide prestado para pagar el corrientazo  Ni Pastrana con su liviandad cuando era alcalde o Presidente, ni Gaviria con el apagón o cuando se le voló Escobar, ni Samper con el proceso ochomil, ni Samuel Moreno por ser tan Samuel Moreno, ni Petro con su verborrea ineficaz, ni Uribe con los falsos positivos, ni Santos con este proceso de paz que no termina por cuajar, se espabilaron porque su popularidad estuviera en crisis. No les ameritó ni una echadita de agua en la cara porque en el fondo siempre han tenido claro que el desprestigio y la antipatía no despeinan a nadie y menos a unos tipos como ellos apoltronados en una silla con barra antivuelco y resortes antisísmicos.

La impopularidad solamente le sirve a las empresas encuestadoras o a las agencias de comunicación, o a otros políticos más desprestigiados dispuestos a sacar ventaja y a cobrar por los favores otorgados y, por supuesto, a los vendedores de chicles y maní que hacen su agosto en las marchas de protesta, que suelen extinguirse al primer amago de aguacero.

En fin, el desprestigio es una pequeña mota en el vestido, porque como en el amor, de impopularidad nadie se muere. Ni se cae.

 

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