La tarde en que regresaba del sepelio de la mamá de mi amigo, el director de cine, me dijeron que en la lista de espera de la muerte ya mi papá tenía su turno asegurado. Los médicos acababan de descubrir que el malestar abdominal que sentía desde hace unos días era un tumor canceroso en el páncreas, y que ya había hecho metástasis en otros órganos importantes. Con suerte, decían, alcanzaría a vivir tres meses más.
Esa misma noche, la del 21 de diciembre de 2007, fue mi amigo a la primera persona a la que llamé. En ese momento nadie iba a entender como él lo que yo estaba sintiendo. Le dije que ya la frase ‘comparto tu dolor’ se había vuelto literal, que mi viejo se moría y que, así como le estaba pasando a él, los días más oscuros se venían para mi familia.
Tres semanas después era mi amigo el que me acompañaba en una dolorosa sala de velación en Palmira.
A mi amigo la muerte de su madre lo dejó en el aire, ingrávido, como suspendido en un vacío. Luego lo empujó hacia una caída libre de la que pensé que no iba a salir bien librado. Al contrario, a mí la muerte de mi papá me aterrizó de un solo golpe, me puso un pesado yunque en cada pie y me empujó al redil del sistema productivo-consumista. La pérdida de nuestros amados padres cambió para siempre nuestras vidas: yo sepulté sin darme cuenta mi sueño juvenil de hacer cine, pero mi amigo empezaría a escribir la leyenda más brillante de la pantalla grande en Colombia.
De mi amigo, el director de cine, guardo los mejores recuerdos que tenga de algún otro amigo. Lo conocí en la universidad cuando empezó a salir con mi amiga más querida, a la que por aquellos días atesoraba como mi hermanita menor. Siempre fuimos parceros del alma y hasta tuve la suerte de que en un juego de amigo secreto fuera él quien sacara el papelito con mi nombre, rompiendo así la desastrosa racha de regalos impersonales y sin sentimientos que siempre había recibido.
Junto a él escribí historias inolvidables en mi vida como fanático del rock. Estuvimos frente a la tarima del Palacio de los Deportes el día en que la formación original de Slayer visitó Colombia y hasta viajamos a dedo de Palmira a Bogotá para corear en ese mismo escenario las canciones del Barón Rojo y Quiet Riot. Otro día, por casualidad, fuimos a parar al camerino de la banda española Ángeles del Infierno después de un impresionante concierto en el Coliseo del Pueblo en Cali. Hoy, a sus 28 años, mi amigo dice estar muy viejo para esos tumultos y se declara un adepto a la salsa.
Casi ocho años después de que la muerte nos cambiara para siempre, mi amigo y yo emprendimos los proyectos más grandes y ambiciosos de nuestras vidas. Yo hice un viaje y él una película. Ambos tomamos distancia de nuestros lugares de origen para encontrarnos a nosotros mismos, para volver a nuestras raíces y para compartir nuestra posición en este mundo.
Mi amigo se llama César Augusto Acevedo y es el director de La Tierra y La Sombra, la película que empezó a escribir luego de la muerte de Lucía, su madre, y que hoy se convirtió en la más laureada de la historia del cine colombiano luego de haber salido revestida de oro de la más reciente versión del Festival de Cine de Cannes.
Es un tipo introvertido y de pocas palabras, al que sentirse en confianza logra convertirlo en alguien alegre, conversador y con un sentido del humor ácido. Es apasionado por lo que le gusta y ha invertido una parte significativa de su vida frente a una pantalla viendo cine o leyendo las páginas de algún libro. Es buen amigo de sus amigos y muy sentimental, sobre todo a la hora de revelar sus tristezas.
Desde el viaje que estoy haciendo con mi esposa en carro entre Colombia y Alaska he pasado horas enteras leyendo, escuchando y viendo todo lo que desde hace un par de meses se dice sobre él. Que repite y repite lo que no quiere repetir más. Que está orgulloso de sus logros pero nunca vacila a la hora de decir que todo se debe a un trabajo en equipo, donde sus buenos amigos interpretaron su alma y le ayudaron a retratarla, a salir de ese abismo insondable y a reconstruir los daños que su pasado causó.
Después de mucho tiempo mi camino y el de César se volvieron a juntar. En su casa del centro de Bogotá pasamos días de recuerdos, risas, comida y cerveza junto a las mismas mujeres que ya amábamos en los inicios de todo esto. Sin querer nos juntamos para desearnos suerte en los nuevos pasos que íbamos a dar; yo en mi viaje a Alaska y él en el rodaje de su película.
Y, ¿a cuenta de qué escribo todo esto?, se preguntará usted que me lee. Pues sencillamente porque estoy feliz con los logros de esta persona a la que quiero y que le apostó durante años a un sueño que hoy está viendo hecho realidad. Porque quiero contarle a la mayor cantidad de gente posible el invaluable humano detrás del talento que hoy brilla en las portadas de las revistas.
Porque estoy lejos y no sé cuándo ni donde vaya a poder ver la ópera prima de mi amigo, el director. La primera de una larga obra, espero.
Porque La Tierra y la Sombra se estrena esta semana, el 23 de julio, y porque creo que si esa película es el reflejo de su alma, como él mismo lo ha dicho, usted no se va a arrepentir de acudir a la sala de cine y recomendársela a todos sus conocidos.
Porque me enorgullece profundamente conocer a César y celebro su genio.
Créame por favor que si yo fuera amigo, por ejemplo, de Dago García, ese sería mi secreto mejor guardado.
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