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Mujer trabajadora que logró darle educación superior a uno de sus hijos. Tributo a la dignidad de una vida  que ¨no tiene nada oculto, ni nada indebido».*
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Por  Sara Arboleda Murillo, estudiante de comunicación de U. del Valle
Epifania Montaño Cuero,  de El Charco, Nariño, llegó en 1980 a Cali con la esperanza de un mejor porvenir para ella y su familia. 
Su primera morada fue en el barrio Unión, uno de los sectores populares de Cali, donde residió durante seis años. En ese tiempo trabajó  en servicio doméstico y conoció a quien sería el padre de sus hijos.
Se separó y se trasladó con sus niños de tres y cinco años a una invasión en el barrio Mojica, al oriente de  la ciudad. Ahí, sin un trabajo fijo, decidió recorrer las calles vendiendo chontaduros.
Todos los días caminaba el norte de Cali para asegurarles el sustento a los menores. Pero desde hace 15 años, el puente de la Guadalupe en la carrera 56 al sur de la ciudad, se convirtió en la mejor opción de trabajo. Allí su exótico y delicioso fruto es apetecido por muchos caleños. 
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Epifania despierta a las 6:30 de la mañana. Aborda la ruta 6 de la empresa Alfonso López y tras una hora de viaje llega a su destino. Asegura que «Los clientes ya me conocen y saben que el chontaduro de aquí es muy bueno; les gusta mucho porque es grasosito y bien amarillito».
Su labor inicia a las nueve o diez del día. Sus ventas son fluctuantes. En ocasiones las ganancias alcanzan para cubrir los gastos, pero otras veces las ventas mensuales disminuyen a tal punto que no logra pagar el servicio del gas. 
Su trabajo concluye  a las ocho o nueve de la noche. Y aunque las penurias que pasa son muchas – esperar por más de sesenta minutos un chofer que acepte llevarla, por ejemplo- ella siempre está con una sonrisa dispuesta a atender a  propios y extraños. 
«Yo sé que mi canasta estorba, entonces muchas veces ellos no me quieren llevar porque ocupo mucho espacio en el bus». 
Cuando regresa a casa descansa unos minutos, cena y después pone a cocinar los chontaduros mientras ve televisión
«Yo los cocino en la noche con suficiente agua durante dos horas y estoy pendiente de que no se seque, luego espero a que se enfríe, les boto el agua y están listos para la venta». 
Cuando es  víctima de agotamiento, su hijo se encarga de los frutos mientras ella duerme.
Esta mujer nariñense reconoce los obstáculos que debió superar. No era fácil dejar sus hijos recomendados a Dios y a los vecinos. 
Sin embargo, ahora sus ojos reflejan orgullo porque su esfuerzo y las ventas le permitieron comprar una vivienda en el barrio Pizamos I y sacar adelante a su familia, especialmente al hijo menor, que estudia en la Universidad Santiago de Cali.
«Mi hija mayor decidió no estudiar más, después formó su familia. Y el menor aún vive conmigo, ya está terminando  la universidad.  Ha sido duro porque la plata a veces no alcanza y él no trabaja, pero mi Dios nunca nos desampara».
Epifania resalta que su casa es humilde, pero llena de amor. Su edad es secreto del sumario, pero los surcos de su piel dejan ver que la sal y la miel han sido la esencia de su vida, que como ella dice, ¨gracias a Dios no tiene nada oculto, ni nada indebido». 

*Publicado en la revista Color de Colombia, cuya edición 4 fue posible gracias al apoyo del Programa para Afrodescendientes e Indígenas de la Agencia para el Desarrollo Internacional de los Estados Unidos, USAID.

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