Ganador del Concurso Nacional de Cuento 2012, del Ministerio de Educación y RCN, en la categoría Docentes y directivos docentes.
Una flor para Virginia es el recuerdo cariñoso de Adeline, la enigmática y talentosa mujer hija de Sir Leslie Stephen. Un recuerdo que es narrado por una ama de llaves que trabajó toda la vida en la casa del Sir.
La narradora se levanta y se encuentra con la noticia de un diario, que cuenta cómo aquella chica que ayudó a criar y por la que guarda un gran afecto, se ha quitado la vida. Su nombre: Adeline Virginia Woolf.
Joaquín Robles Zabala
«Este relato, que hace parte de un proyecto algo ambicioso que vengo construyendo desde hace ya un par de años, es un volumen de cuentos que relata aspectos de la vida de algunos escritores -famosos todos- que un día tomaron la decisión de suicidarse».
Con esta afirmación, el autor de Una flor para Virginia señala que la historia hace parte de un trabajo más extenso.
Joaquín Robles afirma, como decía Jorge Luis Borges, que, ante todo, es un lector. Pero como profesor universitario, agrega, está en la obligación de orientar e informar a sus estudiantes sobre aquellas lecturas que cree pueden ser importantes para su formación como profesionales.
Con 45 años, este docente del área de Comunicación y Literatura de la Universidad Tecnológica de Bolívar ha escrito varios artículos para periódicos como El Espectador y El Tiempo, así como para revistas académicas del país.
Además, es un admirador de Truman Capote, Ernesto Sábato, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez.
«El año pasado estuve entre los 15 docentes finalistas, pero el deseo de ganar me llevó a inscribirme nuevamente.
Escribir es siempre gratificante, es como un juego de rompecabezas donde pones una pieza y la emoción te lleva a seguir poniendo las que faltan», resalta este profesor y escritor que le gusta ver todos los días televisión en compañía de su hija de 9 años.
Su constancia lo ha hecho un destacado participante del Concurso Nacional de Cuento y su texto lo hace hoy uno de los 35 ganadores de la sexta versión de este certamen, que es hoy referente de la educación y la literatura nacional. [Tomado de la página del Ministerio de Educación]
Una flor para Virginia
Por Joaquín Robles Zabala
Desde mucho antes de que nacieran las niñas, mi madre ya trabajaba para la familia de sir Leslie Stephen. Y antes de mi madre, la abuela Sofía Isabel se encargaba del cuidado de la casa. De eso hace más de medio siglo.
Cuando sir Stephen murió en 1905, la familia se fragmentó y Adeline se fue a vivir con su hermana Vanessa a Bloomsbury, donde ésta se había residenciado con su esposo, el señor Clive Bell. La señorita Venessa me pidió entonces, por solicitud de Adeline, que me quedara con ellas. En el fondo, me dijo, eres un miembro más de la familia.
Desde que nacieron, tengo que admitirlo, había sentido por las niñas Stephen un gran afecto. Ellas me trataron siempre como una madre y yo les daba el mismo cariño que sin dudas le profesaba su progenitora.
El día en que nació la señorita Adeline, cayó sobre Londres una lluvia copiosa y la temperatura bajó considerablemente. Recuerdo esa tarde porque el señor me pidió que le llevara unos documentos a la oficina. El parto de la señora Julia Prinsep Stephen se produjo de repente, cosa extraña porque no hubo dolores previos, como es natural en todo indicio de alumbramiento. La señora abandonaba el cuarto de baño cuando rompió fuente y hubo que llamar de urgencia al doctor Forster, que vivía a pocas cuadras de la casa.
Desde su nacimiento, Adeline demostró que sería un ser especial, pues nació con los ojos abierto y no lloró cuando el doctor Forster le dio la primera palmadita en su trasero gordito y rozagante. De los cuatro hermanos, dos varones y dos hembritas, la niña Adeline fue quizá la menos extrovertida. La joven Vanessa, por el contrario, era una mujer alegre, que reía con todo el cuerpo y que atraía a los chicos como la miel atrae a las moscas.
Adeline fue una chica propensa a la soledad. Podría decirse que un tanto asocial, que cuando creció y se convirtió en una mujercita espigada y desaliñada, solía aprovechar las ausencias de sir Stephen para encerrarse en la biblioteca a leer aquello libros que leía su padre. Quizá fue allí donde empezó su interés por escribir esas historias que luego me leía en voz alta durante largas horas de la tarde.
Yo nunca había leído un libro completo, ni tampoco me interesé en hacerlo, ya que leer me había producido siempre sueño. De manera que en las noches en que, por cualquier razón no podía dormir, abría un libro y me sentaba a leerlo hasta cuando el sueño llegaba y el libro terminaba en el piso. Nunca me explicó la señorita las razones por las cuales quería que yo escuchara sus historias, pues la verdad, debo confesarlo, casi nunca las entendía ni estaba segura de qué trataban.
No recuerdo con exactitud cuándo fue que mi adorada Adeline empezó a abrir las alas e inició a hacer amigos, pero si la memoria no me falla fue por la época en que el joven Thoby Stephen ingresó en el Trinity College, en Cambridge. Lo recuerdo ahora porque los fines de semana llegaba a casa acompañado por un grupo de chicos con los que se sentaba en el jardín a tomar licor y fumar unos largos cigarrillos cuyo olor me daba náuseas.
Desde entonces, Adeline dejó de leerme sus escritos y empezó a hacer sus tertulias con los amigos de su hermano, quienes la escuchaban admirados de su gran capacidad para la fabulación.
Cuando sir Stephen murió, cinco años después, mi pequeña era ya una joven distinguida que salía a la calle en la mañana y regresaba a casa en las horas de la tarde. Cuando nos trasladamos a Bloomsbury, aquel grupo de chicos aumentó considerablemente, pues pasó de cinco miembros a un poco más de diez.
Fue allí, sin duda, donde Adeline conoció a Leonard Woolf, aquel joven apuesto y emprendedor, de origen judío, que años más tarde se convertiría en su esposo y que escribía también unos libros que, tengo entendido, se vendían en los almacenes de Londres y el Reino Unido.
Todo lo anterior me ha venido a la cabeza porque he encontrado en el matutino de hoy una noticia que me ha devastado: en la portada se puede leer, en letras grandes y negras, el titular que anuncia la muerte de mi adorada Adeline. La noticia me partió el alma y me he ido al cuarto a llorar como una niña. Allí me he arrodillado frente a la cruz que cuelga en una de las paredes y le he pedido a Dios que la perdone, que tenga piedad de su alma atormentada, ya que ella no era culpable de haber heredado la enfermedad de su madre, aquella que la llevó a ser recluida en un psiquiátrico porque intentó suicidarse en varias oportunidades.
Como no puedo ver las letras pequeñas, he llamado a una de mis nietas para que me leyera los detalles. El río que atraviesa Lewes, en el Este de Sussex, lo conozco como la palma de mi mano. Adeline y yo solíamos recorrerlo en las tardes de verano, cuando los médicos que la atendían en Londres le recomendaron reposo absoluto. La veo caminando por la orilla, entristecida, sin duda, por las voces que murmuran y le dicen lo que debe hacer. Toda la vida se ha considerado una fracasada porque sus libros no lograron lo que ella siempre quiso, y tampoco cree ser la gran escritora a la que un día aspiró.
Mientras mi nieta lee, me imagino a mi amada Adeline entrando al río, llevando sobre sus hombros un abrigo negro, el mismo que le regaló Leonard Woolf el último invierno en que la acompañé. Las voces seguramente repican en su cabeza como las campanas de la catedral de San Pablo llamando a misa. La acosan. Ella se agacha y recoge algo que luego guarda en los bolsillos del abrigo. Cuando vuelve a caminar, ya no veo a la mujer adulta, sino aquella niña de cinco años que me obligaba a perseguirla por el jardín para meterla en la bañera.
Yo la observo desde la parte alta del puente donde nos sentábamos a ver pasar la corriente. Se detiene y vuelve su rostro hacia mí. Me dice adiós con la mano. Y luego desaparece entre las aguas turbulentas. Mi adorada Adeline, o Virginia Woolf, como la llamaban sus amigos, se ha ido para siempre. Y esa verdad me resulta difícil asimilar.
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