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Entre los que se profesionalizaron en los 70’s y 80’s, están los ‘capos’ e indolentes que hundieron al departamento, dice joven. Se abre el debate.

Pedro A. Martínez Mosquera blog bPor Pedro A. Martínez Mosquera, abogado de la Universidad de Medellín y aspirante a Magister en Derecho Económico de la Universidad Externado. Especial para Color de Colombia

Amartya Sen afirma en Desarrollo y Libertad: “Cuanto mayor sea la cobertura de la educación básica y de la asistencia sanitaria, más probable es que incluso las personas potencialmente pobres tengan más oportunidades de vencer la miseria”.

Si aplicamos a la realidad del Chocó las palabras de Sen para diferenciar la pobreza de renta de la de capacidad, se podría deducir de una manera un poco desprevenida que con la creación de nuestro departamento en 1947, la calidad de vida de los habitantes debería ir in crescendo, ya que siendo administradores de lo propio, las necesidades son más tangibles y por ende, debería haber  mayor eficiencia en el uso de los recursos.

Sin embargo, la crisis socioeconómica e institucional que se vive en la actualidad no tiene precedentes. Con escándalos que van desde la malversación de recursos destinados a salud y educación, hasta hechos tan aberrantes como la comercialización de complementos alimenticios destinados a niños de escasos recursos, que terminaron como insumo para el levante de cerdos, sólo por poner unos escasos ejemplos (de carácter estrictamente enunciativos).

Pero la pregunta ahora es ¿a quién imputar esta debacle? Me temo que la problemática es tan mayúscula que toda una generación es partícipe. Esta es la “Generación Paradójica”, como la llamo.

De ella hacen parte las personas nacidas en un período que abarca tres décadas, desde 1950 a 1980, que protagonizaron el primer éxodo educacional masivo en el Chocó.

La razón de llevar tan peculiar calificativo reside en que, aunque ellos encarnan la profesionalización del capital humano en el departamento, su rol ha sido sumamente perjudicial, pues ha contado con personajes tan nocivos que son comparables a los “capos” de los que nos hablaba Víctor Frankl en sus relatos (El hombre en busca de sentido).

Hay otros que no se les podría comparar con los “capos”, pues no son “malos” en el sentido estricto de la palabra, pero fueron vencidos por la desidia y la indolencia.

Esta es la generación paradójica la que nos dio ingenieros como nunca antes, pero alargó las distancias y nos dejó con una infraestructura paupérrima, o sin ella.

La que nos obsequió más abogados, pero descompuso de tal manera la justicia que esta fue convertida en un instrumento de desigualdad, pobreza e inseguridad.

La que nos aportó más profesionales en salud, pero que convirtió los hospitales en morgues con apetito voraz.

La que nos otorgó la universidad, pero que convirtió a la educación en un símbolo de negocio, mediocridad, corrupción y tráfico de influencias.

Y éste, el más triste de todos los legados: dejó como herederos a una nueva generación aturdida y desorientada, que ha tenido como mentores la falta de oportunidades y el egoísmo. En términos socráticos, es una generación que jamás ha tenido la oportunidad de ser esculpida y modelada.

Esta última es la generación en riesgo de ser ‘perdida’; legataria del estigma de la corrupción y del descrédito de toda la nación, juzgada incluso antes de haber jugado su rol y presa fácil de los violentos.

Ciertamente, ni la profesionalización de nuestras gentes nos ha redimido de nuestros padecimientos. Quizás precisemos de algo más simple, pero más profundo. Tal vez sea el Ubuntu, la regla ética de los sudafricanos, con la que se unificó a toda una nación.

Nuestros males verán su final cuando entendamos el simple, pero poderoso principio del “Soy porque nosotros somos”.

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