Es inconcebible que a éstas alturas del siglo 21, algunos servicios soportados en Red no tengan capacidad de resolver emergencias que los avances tecnológicos permiten atender rápida y eficazmente. Esa incapacidad podría llevarnos a pensar que algunos nunca superarán el mal del Y2K, cuyos síntomas los siguen perturbando.
El sábado 1 de octubre de 2005 una importante entidad financiera (cuyo prefiero no enunciar, para no afectar la felicidad de la casita roja), tuvo por más de 12 horas anulados sus servicios de caja electrónica, atención telefónica y por Internet, lo mismo que la atención en las sucursales que habitualmente abren ese día.
La razón, densa e irrefutable como toda frase de cajón: «Se cayó la red». Ni una palabra más. Cero explicaciones. Como para que el público (que en masa destina el día-limbo a esos asuntos que no se pueden atender en días laborales ni festivos ), sintiera el abismo de un tiempo que no pasa.
Desde cuando los cajeros de cachucha y protector de mangas cedieron el lápiz en la oreja a las pantallas de computador, millones de veces se ha repetido esa fórmula misteriosa de 4 palabras para explicar los fallos del servicio.
Las pantallas del cajero electrónico envían las mismas señales del último cardiograma sólo que con una raya roja cruzada sobre el dictamen inexorable: «fuera de servicio«. La voz monótona del contestador repite el lamento. Si, como el sábado pasado, algunas oficinas están abiertas al público, los empledos se ciñen al libreto con leves variaciones en la medida en que pasa el tiempo (La red está caída o, la red sigue caída.
La red, ese insondable monstruo hecho de cables hundidos en las entrañas de las ciudades y cuyo pálpito roza los satélites y las profundidas oceánicas, se cae y es como si el jarrón que la tía trajo de Miami o San Andrés se desmoronara desde le segundo piso. Nada se puede hacer sino esperar un milagro.
E, igual que el jarrón de la tía, no hay responsables. No son, desde luego, los clientes (que apenas son víctimas inocentes y sufrientes de las consecuencias), ni los pobres empleados de oficina. Quizás un súbito corte de energía en la mazmorra secreta donde yacen los servidores, un quiebre imperceptible en la señal telefónica, la alteración de un byte causado por el estornudo de un pájaro pero ¿Por qué tanto tiempo?
La respuesta es clara: no hay planes de contingencia. Ni interés en tenerlos, ni controles, ni capacidad de respuesta por la sencilla razón de que no hay auténtico interés en brindar a los clientes servicios de calidad.
El sector financiero colombiano obtuvo el año pasado unos márgenes de rentabilidad imbatibles (la entidad en mención que no menciono fue líder, lo cual le permitió hacer hace poco una adquisición Superior ). Este año está rebasándolos.
Y no es, precisamente, por la calidad de los servicios ni por el uso eficaz de las tecnologías digitales sino por otras habilidades que aunque sí están relacionadas con el manejo de la información, no procuran el beneficio de los clientes si no otros beneficios.
De ahí la pertinencia de quien preguntó atónito por la tardanza en la solución de los supuestos daños «Y, ¿cuándo será que la otra red, o al menos algunos de sus integrantes, van a caer?«.
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