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Bandera de insurgentes  

Cómo será de lejano el presente en esta apartada aldea, que apenas acaba de llegar la noticia de los sucesos que, hace casi un año, tuvieron lugar en la villa del Socorro y desde allí se extendieron hacia las tierras del sur y otras provincias de la Nueva Granada. Hasta ahora supimos de la mujer que rompió un anuncio del gobierno con más duros impuestos y de otros sucesos. 

De cómo se organizaron con rapidez unos batallones armados para enfrentar -como lo hicieron con éxito- los tremendos ejércitos monárquicos: asesinos con uniforme imperial, sicarios a órdenes de terratenientes y funcionarios coloniales que explotan con crueldad a los esclavos, persiguen con saña a los indígenas, abusan de sus privilegios con toda impunidad, pues son los mismos déspotas investidas de plenos poderes por voluntad del monarca preso en su lejana corte en este año de 1782.

Sólo ahora se conoció aquí la traición -organizada por esos mismos mandos civiles, militares y eclesiásticas- al pacto que se vieron obligadas a suscribir para frenar el empuje de la revolución que amenazaba derrocar a ellos, el virrey y su gobierno en Santafé de Bogotá. De la persecución, condena y ejecución de los insurrectos, de cómo los torturan, acuchillan, despedazan, queman, ahorcan, fusilan y matan tan sólo ahora se viene a enterar esta localidad por la que, aunque proviene gente de muchas partes, escasean las noticias por miedo a padecer persecución y muerte, como ocurre en todo el virreinato, los que cuentan la verdad.

Los que quieren ir -o venir- por el mar en barco a Europa han de embarcar -o desembarcar- en Cartagena de Indias y salir -o entrar- al interior por el río Grande de la Magdalena (pues el canal del dique aún no se habilita), pasan al frente al otro lado de Isla Verde. Pasajeros, comerciantes, aristócratas, traficantes, contrabandistas, mineros, impresores, prestamistas, cajas, tripulantes, muebles, finas damas, cosas de arte, documentos, funcionarios, monárquicos, aduaneros, buena mesa, haraganes, espumosos, leguleyos, armas, clérigos, adminículos, militares, aparejos, rotundos toneles pólvora y cañones.

Por los reconcavos de la costa, a la sombra de los manglares en ocasiones se deslizan bultos, subrepticios, bajan cajas, suben brazos, adelante, van chalupas ,serpentinas, sirenas de la maraña del costado, salen órdenes, lleven, traigan, suban hasta el mesón cada quien con o sin su fardo a cuestas desde o hacia Juan Mina, Tubará, Piojó, Juan de Acosta más allá las barranquillas de San Nicolás, el brazo de Soledad del río que llega al mar.

Y por pasar pasó por aquí y es recordado y mucho y con cariño del pueblo el mismo José Antonio Galán, que estuvo preso antes de llegar a ser comandante en jefe del ejército revolucionario, preso en Cartagena, enviado encadenado desde el Socorro por ofender la Majestad Real: ultrajó a un funcionario de la Corona investido de autoridad para capturar naturales aborígenes remisos, cazarlos como bestias.

Allá en su Charalá nativa saltó el compadre José Antonio desde el balcón de su casa calle principal. En Charalá nació el que fue hasta hace unos meses hijo legítimo de un campesino pobre peninsular y bueno de mujer güane. José Antonio frena el látigo del ofensor, saca del brazo enérgico puñetazo que lanza al español, su propio suegro, al suelo. Al punto recoge a la anciana indígena lastimada sobre los adoquines. 

Sedicioso incontrolable a las mazmorras del régimen. A este golfo de Libre Albedrío llegó fugitivo, Tras cumplir la condena (una parte como recluta del mismo ejército que lo había capturado, medida habitual en esta época escasa de conscriptos), decidió José Antonio permanecer en el servicio hasta alcanzar el grado de cabo adiestrador. Era arriscado, magnético y enérgico.  Tan pronto se enteró del motín que inició Manuela Beltrán, cabalgó al frente de un pequeño ejército guerrillero que creó al escape del cuartel de donde desertó con unos paisanos convencidos. 

Cerreros, así llaman a los habitantes de este borde áspero donde acaba el arroyo junto al muelle tembleque, en la gruta el mesón que recibe por ratos o períodos más largos a negociantes de especies y todo tipo de mercaderías, contrabandistas, piratas, aventureros que se aventuran a montar este oleaje en chalupa afilada, a nado y a pie atravesar el cerco de manglares entrar por tierra sobre mulas, equinos voladores, traficantes, enemigos sometidos al tedio del miedo, fugitivos de su importancia pasan por estos tiempos que rige un monarca débil y ausente. 

Cerreros acogidos Galán, sus compañeros en la colina de que cuelga la luna, cuando viene. Allí mantiene un sobrio altar de piedra donde encienden la pira que advierte a los navegantes la proximidad de la costa. Ahí los fugitivos siembran la resistencia mokaná otros caribes, wayuu de la Guajira, kankuamos, tayronas, koguis señores de la Sierra Nevada pescadores de perlas y langostas, tejedoras de hamacas y banderas, guerreras y guerreros mezclados los colores, impecables las lanzas, caballos aprestados los machetes al filo augurado por los días de estos años. 

Aquí alistó Galán su proeza de fuego y lo cubrió una red, clandestina, de mujeres armadas con ruecas, agujas, hilos, husos, lienzos texturas y diseños, retales refundidos, sobras de costurero con que cosen mantas, hamacas y banderas para cubrir rebeldes y amarrar a sus sueños un pedazo de cielo con hojas, sol de queso, luciérnagas, piratas que vuelan sobre el tiempo. 


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