Las tecnologías digitales permiten millones de
transacciones simultáneas, instantáneas y seguras casi al cien por ciento, pues
algunos errores son inevitables.
Algunas fallas obedecen a la imperfección propia de
toda construcción social. Otras derivan de equivocaciones en las que -por
impericia o descuido- incurren los prestatarios o los usuarios: no hay sistema
perfecto, porque somos imperfectos.
Pero, detrás de infinidad de casos, se oculta la
codicia de ciertos mercachifles -claramente antiéticos-, que buscan disfrazarse
de empresarios respetables.
Ahí están las ofertas cuyas condiciones no se dan a
conocer con suficiencia o se modifican de forma inadvertida para el cliente. Basta
sólo una sutil manipulación para reducir plazos, ajustar tarifas y recaudar
centavitos que, multiplicados entre miles de usuarios engañados
imperceptiblemente, les permiten acumulan cuantiosas e indebidas ganancias.
Tales comportamientos -usuales en operadores
móviles, proveedores de acceso a Internet, cajeros electrónicos, grandes
superficies, etc.- configuran, sin duda, conductas anti-éticas aunque no
lleguen a ser delictivas.
El hecho es que: son difíciles de probar, no
merecen la atención de las entidades de supervisión y control por su cuantía y
los abonados prefieren callar a exponerse al escarnio de quien se queja por
menudencias. Mejor dicho, tras de robados, insultados.
En ese orden de ideas, el tema no se reduce al
sector de las tecnologías pues, dirán los lectores ahí está el circo que cambia
los payasos por enanos altos y viceversa, los programas culturales y educativos
de dudosa calidad, el tendero que rechaza un pedido avalado por su palabra y firma
con argumentos casuísticos.
Sobre todo es triste la indefensión de los
perjudicados: nunca el circo devolverá el precio de la boleta, los alumnos se
expone a la expulsión (o, al menos, a malas notas), si osan rechistar y el
proveedor tendrá que devolverse con su carga y en silencio, mientras oye al
tendero preciarse de su honradez acrisolada…
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