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Al mediodía del cumpleaños 475 de Bogotá murió Luis Alberto
“El Mono” Rubio a sus 87 años de edad. Aunque la prensa pasó por alto la
noticia, muchos aficionados lamentaron la desaparición de quien fuera figura
insigne del fútbol capitalino.
Entre el Azul y el
Rojo
A mediados de los sesenta, el tránsito de “El Mono” Rubio del Club Millonarios al Independiente
Santa Fe fue considerado casi traición por algunos hinchas radicales del
“Ballet Azul”. Aunque muchos, más ecuánimes, criticaron la facilidad (y, al parecer, también la felicidad) con que cambió
de bando el elegante defensa izquierdo, no le quitaron el cariño del todo.
La simpatía no pareció aminorar en las franjas
populares, artesanos y comerciantes del Ricaurte, las Cruces, Germania, la Perse, lo mismo que desde 20 de julio hasta el 7 de Agosto, el 12 de octubre y demás fechas patrias. Pero si confundió, en lo
personal, a un chico de 7 años que se vio enfrentado al dilema entre mantenerse en sus 13 o
seguir la vía que su padrino había tomado.
En esas circunstancias, lo de menos era que “El Mono” Rubio
hubiese asistido al momento en que Monseñor José Joaquín Caicedo le dio la
cachetada confirmatoria, por vía religiosa. Lo difícil era escoger entre mantener el respaldo a equipo de sus afectos o apoyar el nuevo rumbo de su pariente.
Temas sin veda
“Veda es una verdad muy recortada”, fue el principio acogido
-y ejercido en sentido neto- por los presentes en las reuniones que se hacían,
gratas y sin más formalidad que el afecto mutuo, en la oficina-laboratorio del
taller de Mateo.
Sin acuerdo previo allí se citaban estudiantes interesados en
aprender a acelerar a escondidas el carro de la familia, veteranos
consentidores de nietos y autos clásicos, profesores en trance de préstamo de libros
y pesos, señoritas en pie de guerra, locutores deportivos y narradores de mil historias
en busca de autor.
Del comentario sobre el titular del día se pasaba al debate
sobre el Frente Nacional (azules y rojos en un mismo equipo que declaró empate
eterno entre ellos, sin incluir ningún otro color, ni el blanco), los
resultados del pasado partido, de fútbol, las nuevas edificaciones en Chapinero, los levantamientos urbanos, los sucesos del barrio y las muchachas bonitas.
Con frecuencia “El Mono” Rubio pasaba por allí: se entretenía
un rato cacharriando su moto, opinaba y comentaba igual con las marchantas del
7 de Agosto y los choferes de la línea de trolebús que por la 24,
atravesaba Sears y el Park-Way para
subir por el Samper Mendoza y el Santa Fe hasta el centro.
Más allá de las controversias regionales, que el sarcasmo
cachaco despedía con un par de apuntes incisivos, “El Mono” Rubio aparecía en
las primeras líneas del deporte nacional.
Pero, en las barriadas de Chapinero, Muequetá, San Luis, 7 de
Agosto, Quinta Mutis, San Miguel,
Benjamín Herrera y Modelo, la primacía era fuente de disputa. Los seguidores
de Víctor Cano, el boxeador que disputaba a Bernardo Caraballo la corona en
peso gallo, vivía en el segundo piso del restaurante de Doña Elvira, su madre, en
la esquina del taller de don Mateo y a menos de cuadra y media de la casa del
futbolista.
Por un puesto en
“gorriones”
Por allí casi ningún muchacho ocultaba sus sueños de seguir
la carrera adelantada por el habilidoso atleta rubio, como su apellido, ojos
claros y sonrisa guasona. Señoras y muchachas no podían evitar volver la vista
cuando llegaba en el ruido aparatoso de su moto de policía de tránsito, de
uniforme azul, botas de caña alta y gafas como de piloto de película gringa de
la postguerra.
Los clásicos, como es de imaginar, llevaban en las calles una
mezcla de festivo y tensa expectativa independiente, casi, de la ubicación de
los contrincantes en la tabla de posiciones. Más que los puntos se disputaban
el honor, algo parecido al entusiasmo dominical de sus seguidores y la perplejidad
alicaída de los derrotados.
Otro hijo de mi padre (y de mi madre, también), prefería
tener que bandearse por un puesto en “gorriones” cada 15 días para ver al
equipo de sus afectos, antes que ceder a la comodidad de occidental con derecho
a saludo en el camerino al conjunto de los embajadores de mano del viejo que
sólo asistía al estadio cuando jugaba su predilecto, Millitos.
Declara Laverde
La memoria del arquitecto Alfonso Laverde, vieja gloria
santafereña que guarda precisa, minuciosa y oportuna los detalles gloriosos del
fútbol bogotano, sirvió para sacar del olvido un episodio de la vida deportiva
de Rubio, que acabó por confundirme medio siglo después del suceso.
Luego de la aparición de “El Mono” Rubio con la camiseta roja
de manga blanca dejaron de interesarme por completo esos temas que en público
juzgaba cándidos y en el estómago causaban escozor.
Al cabo del tiempo mi hermano también se cansó de puyar con
eso de “el padrino de alguien, que ahora sí juega en un buen equipo, que le reconoce
sus méritos y no lo dejamos ir”.
Según versiones, aún por constatar, la estancia de Rubio en
Millonarios fue ocasional, transitoria, quizás útil para que intentará
descubrir -para aplicarlas con los escarlatas-, las artimañas que permitieron a
los embajadores mantener el embrujo exhibido en la época radiante que empezó
con El Dorado.
Luis Alberto Rubio, oficial de tránsito vulgarmente “chupa”,
destacado jugador de la liga mayor de fútbol en la posición de defensor, empezó
su carrera deportiva en las toldas del Club Independiente Santa Fe, con él ganó
la primera estrella y por eso lo consideró su equipo del corazón.
Razones de la memoria
y la alegría
Es difícil saber qué fue lo que ocurrió en realidad si por
“realidad” se entiende ese amasijo de datos sin memoria, de estadísticas
resecas y documentos enmohecidos. No siempre es fácil concertar las razones del
afecto, con las duras obligaciones del historiador ecuánime y objetivo.
Pero los pálpitos de la memoria tienen sus propias razones.
Hombre docto, el arquitecto Laverde sólo corrobora lo que puede demostrar. A
veces, es natural, escapa en la conversación alguna alusión que siembra dudas
sobre su objetividad.
Declara Laverde que hay suficientes razones para deducir que
“El Mono” Rubio se mantuvo incólume en su amor por la ciudad y su pueblo, que sirvió
con dignidad sus uniformes, incluido el de policía motociclista, y que fue su
bandera alentar la sencilla alegría del pueblo bogotano.