Al fondo se ve la formación del batallón Guardia Presidencial. Por dentro, el Capitolio luce descuidado, Carcomido el empedrado de patios y corredores, frías las oficinas, aburridos los escoltas, perdidos los reporteros encargados de cubrir las noticias del Congreso.
La entrada es fácil, siempre que alguien haya registrado con antelación los datos del visitante en portería: muéstrame la cédula, ponga la huellita ahí, más acá mi amor, dice la policía sonriente, ahí, más duro oprima el dedito mi amorcito, siga sumercé.
Un salón, quizás el Boyacá o una batalla parecida, es tal como aparece en las fotos y en los noticieros pero más redondo. En las galerías, el público de camarógrafos y corresponsales se mezcla con funcionarios de provincia, lagartos y asistentes y más escoltas con corbatas idénticas a la que cuelga del cuello de un ventripotente senador que dormita.
En sus curules, debajo de unas pancartas que recuerdan a Yuliana Samboni, la niña asesinada por un elemento de la élite bogotana, algunos colegas picotean los platos plásticos que les deja un camarero de negro y algo cojo.
Otros, mientras tanto, parlotean entre los pupitres, gesticulan, se pasean, murmullan entre sí, manotean con desparpajo que las cámaras no toman en cuenta apagadas, como están, a los pies de los reporteros que bostezan.
La atmósfera informal se rompe al momento en que el presidente de la sesión (señalado hace poco de delitos en la adquisición de unas tierras y demás negocios familiares), anuncia votación.
Unos corren a sus pupitres para marcar en el computador la decisión que toman en nombre del pueblo. Por la derecha salen los ídem alegando que se ausentan de la votación porque están en contra de la votación, como hace constar con voz histérica una parlamentaria, también con antecedentes criminales.
En el piso del balcón que mira al hemiciclo, sentadas una pareja de jóvenes periodistas intercambia chismes por sus celulares, por completo ajenas al debate, irrisorio, con el que los congresistas creen atender los pormenores del Acuerdo de Paz de La Habana.
Casi sin excepción las intervenciones comienzan por admitir que la paz es indispensable para, a renglón seguido, tomar distancia del grupo insurgente cuyos miembros, en el mismo momento, marchan a las zonas donde entregarán las armas. Los discursos, luego, se empantanan en lugares comunes, con juicios alambicados de exquisita ignorancia.
Por la derecha ingresan, amenazantes, hirsutos los ídem. Dejan, dicen, sentada su posición. Los sillones acogen papadas, carteras de marca, pleonasmos. La sesión continua.
En la Plaza Mayor cae la tarde. La sombra de la estatua del Libertador casi pisa el primer peldaño de la Catedral Primada. Los oficinistas buscan con afán una vía de regreso a casa.
Los vendedores ambulantes escudriñan posibles movidas policiales. Los escoltas capitolinos estiran las piernas y los brazos. Los congresistas salen con el lento peso de su responsabilidad histórica a sus espaldas. Esa noche, si algún noticiero dedica unos segundos a sus declaraciones, serán felices.
Esa noche, ningún noticiero dedica un segundo a mostrar las dificultades que ha debido superar la guerrillerada, la base de las FARC-EP, para llegar hasta las zonas veredales transitorias de normalización (ZVTN, según los documentos), donde estarán recluidos hasta el momento de depositar las armas que han portado, en contenedores supervisados por la ONU.
Siempre, es obvio, que el Congreso apruebe los incisos necesarios para empezar, ojalá, a construir la paz.
Solo existe un recinto sagrado, el corazón de cada ser humano que por tener un buen tesoro saca buenas cosas, porque el hombre malo del mal tesoro de su corazón saca malas cosas.
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