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Su aspecto no da para considerarlo un profeta. Menos aún de los que anuncian el fin del mundo con aterradoras proclamas. Alan Weisman parece más bien un vecino de aspecto benévolo, de cuerpo escueto no tan rechoncho, rostro tallado y cejas tupidas. Igual pasaría por tendero boyacense, maestro palestino o estibador bretón; pero no por profeta y menos de la escuela apocalíptica.

El futuro de la tierra

Alan preferiría no salir de su pueblo en Massachusetts, sobre todo para no tener que alejarse de Beckie Kravetz, su esposa quien, luego de dar toques y retoques a las caras de las estrellas de la ópera (entre otras a Plácido Domingo en sus giras por Norteamérica), hizo máscaras para teatro y ahora esculturas sobre los sueños de Verdi, la firmeza de Carmen o la congoja de Otelo.

Alan sale, cuando le toca, a dar conferencias, charlas, entrevistas, cátedras y debates a los que lo invitan de muchas partes. Allá habla de sus libros, traducidos a decenas de idiomas y explica con rigor académico sus tesis acerca del futuro de la naturaleza, el cambio climático, el control del crecimiento de la población.

El futuro que describe Alan Weisman en El mundo sin nosotros”, sólo tiene de raro que no hay gente en él: una desgracia para el género, pero la esperanza de que el planeta recupere, tras la desaparición de las alimañas, agua y suelo limpios y rebaños contentos por el retorno de los pájaros aunque, por un tiempo, pervivirán algunas manchas de basura, residuos de épocas remotas negados a descomponerse.

El periodista e investigador Alan Weisman y su esposa la escultora Beckie Kravetz en su visita a Bogotá con motivo de la cumbre de cambio climático

Todos los continentes los recorrió Alan para preguntar a personas y personajes de todo el mundo sobre temas que involucran las más diversas disciplinas científicas, matemáticas avanzadas, biotecnologías y saberes ancestrales de tribus perdidas, todo para concluir que, si los seres humanos desaparecemos, la tierra será un lugar mejor.

Modesto asombro

Mientras tanto, ocurren toda suerte de episodios que ratifican las tesis de Alan. Algunos las utilizan para documentar imágenes hollywoodenses sin hondura ética, otros para promocionar paliativos al deterioro ambiental o para enunciar políticas apresuradas; muchos sin indagar a fondo ese minucioso reportaje de nuestra época.

Sencillo y práctico, Alan prefiere lo esencial a lo lujoso, la idea a la floritura, el interés a la ostentación: mirar la vía láctea, averiguar por los efectos del bosque en las corrientes de agua y el nombre de los pájaros son sus pasatiempos. Sus trabajos, conocidos en casi treinta idiomas, se discuten en programas universitarios, laboratorios científicos y autorizados foros mundiales.

Alan escucha con atención y responde con generosidad, sin alardes ni pretensiones de inducir pánico. Argumenta en orden y sustenta con estadísticas sus análisis. A veces parece frío, pero sólo trata de esconder el asombroso mosaico de experiencias y conocimientos recogidos en infinidad de recorridos por los vericuetos del planeta.

Lo demás: la naturaleza

Luego de una producción -ampliamente divulgada por la cadena pública radial de los Estados Unidos- sobre los problemas ambientales, Alan vino a conocer un experimento perdido en los llanos de la Orinoquia colombiana: un pueblo llamado Gaviotas. Escribió un libro con las enseñanzas obtenidas allí y caviló sobre lo que pasaría en el planeta si cada persona plantará mínimo tres árboles y los cuidara para su buen aprovechamiento.

Con la terquedad patriarcal de un capitán de industria, un arrogante payanés de ascendencia italiana llamado Paolo Lugari estableció –con auspicios estatales y de organismos de ayuda al 3er mundo-, un bosque donde se entremezclan cultivos de pino tropical caribe con plantas amazónicas afanadas por recuperar sus terrenos perdidos.

En la difusa frontera entre los llanos de la Orinoquia y las selvas amazónicas, en el departamento del Vichada al oriente de Colombia, doscientos trabajadores al mando de Lugari extraen de los sembradíos de pino resinas y aceites combustibles, cultivan peces, aprovechan la madera para producir energía y extraen agua del subsuelo. Lo demás, lo hace la naturaleza.

Cuenta regresiva

Gaviotas parece ser una arcadia, inaccesible para los demás mortales. Sus habitantes producen, cantan y demuestran que la felicidad es posible cuando se administran adecuadamente los dones del cielo y de la tierra: un falansterio semejante a la colonia Durando en Entre Ríos, Argentina.

El éxito de esos experimentos radica, según algunas opiniones, en conservar los límites de la población incorporada: la colonia Durando inició con 530 integrantes en 1857 y en 1920 eran 720. Fourier consideraba que un falansterio con más de mil habitantes era inmanejable. Hay quienes sostienen que la cifra máxima son 1600 personas. Gaviotas apenas llega a dos centenares.

Últimamente Alan Weisman ha centrado sus estudios en el tema de la población. Sostiene que con la aparición de las vacunas, las medidas higiénicas y los avances médicos, la relación entre población y recursos se transformó de modo que, ante la escasez de éstos, aquella debe reducirse drásticamente.

La población mundial crece a razón de 10 millones de personas nuevas cada 45 días. Cálculos matemáticos señalan de seguir así, a finales del presente siglo la población mundial llegará a los 11 mil millones que no contarán con suficiente espacio, agua ni demás recursos necesarios para subsistir en condiciones aceptables.

El ser humano es una especie fantástica y yo no quiero que mi especie se extinga ni digo que sea ningún tipo de cáncer, pero cuando crece algo de una forma tan abrumadora que está borrando a las otras especies que son esenciales para su propia supervivencia… si minimizamos nuestra presencia hasta un nivel sostenible… volveremos a ser una especie en armonía con la naturaleza y no seremos ningún cáncer”, plantea Alan Weisman en su más reciente producción bibliográfica “Cuenta atrás”, en la que postula como un imperativo humanista, ético y eficaz la reducción voluntaria y consciente de los nacimientos.

Sus tesis, lejos de pretensiones catastróficas, las presenta Alan Weisman con serenidad no por afable menos enfática, con argumentos fundados en entrevistas efectuadas a lo largo y ancho del mundo. Sin espectacularidad llama la atención de académicos, dirigentes y activistas de todos los continentes.

Para eso viajó a Bogotá, invitado a la cumbre de las Américas sobre cambio climático. Su presencia, sin embargo, pasó desapercibida. Cómo el evento mismo, organizado por el Distrito Capital, soportó la desorganización y la ignorancia de ministros de ocasión (que ojalá retornen pronto a sus oficios mercantiles), de pomposas funcionarias, ávidos empresarios y políticos iletrados para quienes el ambiente es una discoteca, el bosque un lugar donde las cigüeñas entregan niños por encargo y las catástrofes son sólo un tema de película…

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