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Puedo afirmar, sin miedo a equivocarme, que en muchas de nuestras familias abordar el tema de la homosexualidad es un tabú y cuando lo deja de ser puede convertirse en una de las discusiones más tristes y espinosas, especialmente cuando la religión y el machismo han sido el modelo de vida que nuestros padres han elegido para educarnos.

Por más increíble que nos parezca, muchos papás y mamás no dudarían en asegurar que preferirían que su hijo o hija fuera de todo menos homosexual. Algunos, más osados, colocan incluso la muerte como una situación más favorable que aceptar a un miembro de su familia con una orientación sexual diferente. Entonces, nos damos cuenta que el panorama de la humanidad, sin siquiera salir de nuestras casas, no puede ser más desesperanzador.

Y es que, ¿qué nos hace diferentes a nosotros de los terroristas del Estado Islámico que asesinan a homosexuales arrojándolos desde edificios, si nosotros, con biblia en mano, los llevamos a los acantilados de nuestra sociedad para que escojan entre la muerte o el rechazo?

Aunque esta parezca la historia macabra de alguna sociedad antigua, en el mundo en que vivimos hay 80 países que persiguen, encarcelan y en algunos casos condenan a muerte a los homosexuales. Es decir, un SER HUMANO debe pagar un determinado número de años en la cárcel por amar o gustar de otro SER HUMANO de su mismo sexo, o en el peor de los casos, debe morir por un sentimiento y deseo tan natural como el que existe entre un hombre y una mujer.

De los 194 países que existen en el mundo, tan solo 18 reconocen las uniones maritales del mismo sexo. En los 176 países restantes existen grupos religiosos y personas que rasgándose las vestiduras y convocando a marchas monumentales han mantenido excluidas a las personas que han decidido conformar una familia diferente. “Dios hizo a Adán y Eva; no hizo a Adán y Esteban”, rezan los homofóbicos camuflados entre los seguidores de Dios y los conservadores extremistas.

Tal vez nuestra sociedad no esté dispuesta a vivir en un mundo que respeta la vida y los derechos de las parejas del mismo sexo, de la misma forma en la que nuestros antepasados no podían concebir que se aboliera la esclavitud o que las mujeres tuvieran el derecho al voto. A las mujeres y a los negros también les violaron despiadadamente sus derechos, así como hoy nosotros lo hacemos con las personas que gustan del mismo sexo.

Sin embargo, hay algo que no sabemos o que no queremos aceptarlo, y es que los homosexuales no son una minoría, sino una mayoría silenciosa. Están en todas las esferas de la sociedad: son nuestros amigos, nuestros familiares, nuestros jefes, nuestros científicos, nuestros deportistas, nuestros artistas y nuestros políticos. Son personas que queremos y admiramos aun desconociendo sus gustos o preferencias sexuales.

Yo no quiero que el país donde nací sea parte de la persecución y tampoco que haga parte de los alienados en contra de la igualdad, escudados en la fe y armados en salmos y versículos para atropellar la dignidad de quienes tienen una opción sexual diferente. Mujeres, negros y homosexuales hacen parte de una misma lucha por el reconocimiento de la igualdad de derechos de todos los seres humanos ante la constitución.

No existe cura para los homosexuales porque la homosexualidad no es una enfermedad. Esto no lo digo yo, lo dicen los médicos, psicólogos y psiquiatras de las universidades más prestigiosas del mundo. El decir que no tenemos nada en contra de la comunidad gay, pero que no estamos de acuerdo en que se casen y puedan criar niños nos hace tan participes y cómplices de un movimiento tan miserable como el de los que aseguraban que había una raza superior a todas, de ojos azules y cabello rubio. Los gays no son seres humanos de segunda clase, no están enfermos, ni merecen menos derechos que los heterosexuales. Hay algo que sí tiene cura y si no se trata a tiempo se debe castigar: se llama HOMOFOBIA.

Por: Andrés Gutiérrez 
Río de Janeiro, Brasil.
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