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Photo / Instagram: @AndresGutierez

Hace dos años, renuncié a mi trabajo, vendí lo poco que tenía y dejé a mi familia y a mis amigos atrás. No estaba huyendo de la violencia, de la pobreza o de la corrupción. Decidí irme porque estaba enfermo de la rutina: de ver cómo se pasaba mi juventud en un trancón, de cómo llegaba cada mañana a una oficina para salir solamente cuando se hacía de noche, y de repetir esto durante todos los días de mi vida.

Siempre dije que el mundo era muy grande como para vivir en un mismo lugar, pero demoré algunos años para armarme de valor y escoger un lugar para comenzar. Claro, no es fácil. ¿Con qué excusa les decimos a nuestros seres queridos que no queremos estar cerca de ellos y que necesitamos del tiempo y la distancia para crecer, para soñar más alto y aprender de otros caminos lejos de todo lo que nos rodea y todo lo que a la vez nos amarra? La verdad es que no hay palabras. Lo único que podemos hacer es fingir que no pasa nada o tomar una decisión.

Con siete millones de personas pasando hojas de vida era imposible no juzgarme a mí mismo por querer renunciar a un empleo. Así me la pasé un par de años: aguantándome las ganas y soñando con que un día no sería tan grave arriesgarme a dejarlo todo por ir a vivir una experiencia diferente, hablar otro idioma y convivir con otra cultura. El día que finalmente renuncié a mí trabajo lo hice porque llegué a la conclusión de que mi juventud y lo que tenía para ofrecer como profesional era mucho más valioso que mi remuneración mensual.

Entonces, decidí hacer algo que solo mis sueños podrían pagar, lo que siempre había querido hacer y de lo que siempre me había cohibido por prejuicios y realidades ajenas. Me fui a viajar, a aventurar, a vivir y a aprender en otros lugares. No me fui porque odiara a mi país o porque creyera que no existe futuro en Colombia. Me fui porque tenía ganas de ver el mundo con otros ojos y de experimentar lo que por estar aferrados a una cárcel de apegos y cosas acabamos descartando.

Vivir en el exterior no es fácil y mucho menos lo es dejarlo todo por un impulso de apostarle a lo que siempre hemos querido hacer. Sin embargo, arriesgarse a hacerlo es poner a prueba cuánto estamos dispuestos a dar y recibir por lo que soñamos.

Después de dos años trabajando en Río de Janeiro, Brasil, habiéndome acoplado a un sistema y a una sociedad diferente, me doy por satisfecho y estoy preparado para comenzar de nuevo. Ahora, decidí aventurarme en otro continente. Cada vez tengo menos pertenencias materiales, pero me siento mucho más afortunado como persona al llevar más sellos en el pasaporte. Nada ni nadie va a poder comprar lo que está costeando mi juventud y mis deseos.

Por Andrés Gutiérrez
Estambul, Turquía. Marzo 2016
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