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El circo remendado bogotano

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”… con estas palabras nuestro Nóbel de literatura comienza su obra cumbre; “Cien años de soledad” y en ellas me inspiré para ofrendarle a mi hija Luna un regalo que espero recuerde, como el aventurero militar del libro de Gabito, toda su vida. Si el patriarca José Arcadio Buendía condujo a sus hijos ante los gitanos para que supieran del prodigio del agua congelada, porqué yo no podía imitar su ejemplo acarreando a mi chiquita –de casi dos añitos- a una multicolor carpa circense.

¡Había que ver la cara de asombro de los hijos de Ursula Iguarán ante los portentos naturales presentados por Melquíades y sus compañeros gitanos! y deben creerme cuando les digo que mi Lunita se extasió tanto o más que los retoños Buendía ya no por el hielo, ni por el magnetismo del imán, ni por las propiedades de la lupa (como en el relato de García Márquez); pero si ante la elasticidad de una “moderna mujer de caucho” de pasaporte argentino que debe alimentarse de espuma porque con la punta de sus pies podía tocarse la coronilla; frente a la destreza del malabarista tuerto que, para colmo de males, se vendó su ojo bueno para circular entre sus dos manos filosas espadas y por cuenta de la agilidad del jinete de caballos árabes que saltaba sobre la cabeza de los corceles asiáticos con la misma tranquilidad exhibida por un tren que transita sobre aceitados rieles; todo ello sin contar la estupefacción que le generaron los funambulistas rumanos en su cuerda floja y los acróbatas mexicanos en sus oscilantes trapecios. Y –lo mejor- ¡todo ello por $ 5.000! ¡Qué maravilloso es el circo! y ¡qué grata experiencia la que mi esposa y yo vivimos junto a nuestra pequeña niña en el remendado, pero vivaracho circo de Las Vegas!

Claro que como el tercermundista circo de “Las Vegas”, debe haber al menos otros tres de la misma catadura deambulando por Bogotá; todos ellos con integrantes de diversas nacionalidades y con similar modus operandi: con destartalados altoparlantes que afuera del toldo promocionan a las gentes de los barrios circundantes, el espectáculo sin par, que es anunciado por la amplificada voz del versátil y elocuente maestro de ceremonia quien es, a la vez, el que vende globitos en las filas de entrada, el taquillero, el malabarista tuerto, el diestro jinete, el domador de los salvajes –y desnutridos- leones africanos, el “hombre bala”, el payaso y, sobre todo, el novio de la mujer de caucho ¡el tipo es el hombre orquesta de la función! y, sin embargo, con él hay otras 15 personas que ejecutan varios actos tremendistas en los que se juegan sus vidas ya que no cuentan con mínimas medidas de seguridad como redes contra las caídas de sus triples saltos mortales, ni colchonetas contra porrazos de 20 metros de altura, ni armaduras contra cortadas de sables japoneses o de prevención contra las posibles quemaduras ocasionadas en el acto del “lanzallamas”.

Todo ese macondiano ambiente se potencia al saber que todos ellos practican sus números sin la presencia de un médico (como no sea uno que este entre el público) y lo hacen por poca plata; en definitiva, en los circos pobres que presentan sus manidos, pero atractivos actos en populosos sectores del Distrito Capital (especialmente en localidades como Suba, Bosa, San Cristóbal, Usme y Ciudad Bolívar), el mejor gancho publicitario –además de la economía resumida en lemas como “niños menores de cinco años no pagan” y “entran dos adultos por una boleta”- es la ‘sensación de muerte’ que acompaña cada uno de los números que esos valientes y consagrados artistas nos regalan en sus escalofriantes turnos sobre la arena de esos improvisados estadios romanos. 

“Nunca pensé que esto fuera tan bueno” dijo mi mujer luego que saliéramos de la función vespertina del circo instalado sobre las Américas, frente a la biblioteca pública de “El Tintal”. Su confesión fue un halago para mí ya que ella protestó cuando manifesté mi deseo de llevar a nuestra hija a la carpa que desde hacía un mes tentaba a los pasajeros de Transmilenio que doblábamos frente a sus narices para tomar la avenida Ciudad de Cali en sentido sur. Claro que dicho comentario era más una reflexión que una opinión: mi esposa -a diferencia de los personajes garciamarquianos- nunca había pisado un circo y el contacto más cercano que había tenido con ese alucinante ambiente de tramoyas fue el matrimonio del alcalde Mockus que, cual bufón, se casó bajo una carpa de saltimbanquis y luego trasladó a todos los personajes circenses que presenciaron su boda (mimos, teatreros, payasos y “caballeros de la cebra”) hasta los confines mismos de la ciudad que gobernó como podría hacerlo el rey de un carnaval: con una mixtura entre pasión y desparpajo.

El lunes siguiente a la función, desde un bus articulado, quise lanzarle un agradecimiento al circo que deleitó a mi hija y le marcará –estoy seguro- una estación de su niñez y su vida; pero no encontré allí sino los vestigios del apresurado desmontaje de la carpa y la última tractomula de la compañía que llevaba enganchada la jaula de las llamas peruanas y las jirafas que eran alimentadas por un gracioso enano… Se había ido el circo y detrás suyo el intermitente eco que me evoca la tardecita decembrina en que mi papá me llevó a conocer los payasos; personajes que desde ese día rociaron el humor y la sabrosura con que intento sobrellevar los números que me tiene reservado el dueño de la carpa de la vida.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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