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Fue una ciudad siempre mansa/ Donde nunca hubo batallas/ Salvo los fieros combates/ De leprosos y canallas. Rafael Ielpi
 
ANTES DE RELATAR el complot que acabó con la vida del Negro Fontanarrosa, permítanme confesar que hace seis años odié con toda mi alma al caricaturista que el 19 de julio pasado dejó la pluma sobre el tintero. Tan enconado sentimiento se manifestó por una causa sencilla de decir, pero dolorosa de vivir: Roberto Fontanarrosa publicó grandilocuentes artículos de prensa ufanándose del canalla triunfo de Rosario Central sobre el América de Cali; recuerdo que –en esa infausta oportunidad- los escarlatas fueron infinitamente superiores a los troncazos rosarinos, pero la bendita suerte gaucha y un inspirado Juan Antonio Pizzi hicieron lo imposible al emparejar un marcador en contra,  forzando la definición de la ronda de cuartos de final por penaltis y todos sabemos lo que son los tiros desde los once pasos para la maldición del garabato; de ello saben mucho el “Pipa” de Ávila y la “Guama” Cardona… ¿cómo olvidar ese odioso titular periodístico del creador de Inodoro Pereyra quien bautizó al suertudo onceno auriazul como “los héroes de Cali”? Como dijera Enrique Santos Discépolo ¡Qué falta de respeto, qué atropello a la razón!
 
Pero dejemos la tormentosa anécdota de la tercera ronda de la Libertadores 2001 en el pasado y abordemos el asunto central de esta declaración sumaria y ese es que hubo un sórdido plan para acallar para siempre al talentoso humorista argentino. Tal conspiración puede ser comparada con la orquestada en el asesinato de Kennedy en Estados Unidos, Gandhi en la India y Jorge Eliécer Gaitán en Colombia; en otras palabras: muchos participaron de sutiles maneras en ese horrendo magnicidio y, por esa misma razón, a ninguno se puede señalar como “el autor intelectual” del crimen ya que todos eludirán la culpa declarándose simpatizantes del pobretón Pereyra y llegarán al colmo de la hipocresía al abrazarlo en el funeral del ‘Negro’; en fin, como cantara Santos Discépolo ¡Cualquiera es un señor! ¡Cualquiera es un ladrón!
 
¿Quiénes fueron, entonces, los verdugos de Fontanarrosa? Lo diré, pero que conste que lo hago porque no soporto la mirada inquisitiva de Mafalda (una de las más afectadas por el deceso y quien fue al sepelio de la mano de su padre Joaquín Lavado) y las incisivas preguntas de Felipe (que arribó al cementerio en compañía de Manolito, Susanita, Guille y Quino). Los conspiretas son una banda conocida con el alias de “los leprosos”, que tiene alguna simpatía de la AFA y cuenta con el apoyo de cierta élite intelectual y política bonaerense que siempre sintió profunda incomodidad con las ironías de ese hincha de fútbol enfundado en casaca de humorista. Y es que para levantar ampolla Roberto era un especialista; él era un provocador y por esa razón muchos lo odiaban y lo admiraban en la intimidad, porque ¿quién es tan suicida como para atreverse a pelear en público con un agudo caricaturista? A Roberto lo envidiaban los futbolistas mediocres (que son muchos) porque hacía sentir a la gente más emoción en sus historietas balompédicas que ellos en las canchas; también lo envidiaban sus colegas dibujantes porque él se hizo al oficio de suspicacia gráfica en un curso ¡por correspondencia! (eso es igual a hacerse delantero ¡por entregas postales!) y aun así era figura central de El Clarín de Argentina; lo envidiaban los escritores porque Fontana no terminó siquiera sus estudios secundarios y llegó a ser un curtido columnista (hasta el presidente de la Real Academia de la Lengua se mostró admirador suyo) y un cuentista respetado en toda Iberoamérica (cerca de 15 libros de fútbol fueron prologados e ilustrados por él); lo envidiaban los académicos porque Robertín se codeaba con la crema y nata de intelectuales de América, Europa y el mundo y lo detestaban los aristócratas ya que él era un plebeyo irremediable que gustaba de andar vestido de paisano y tomando café con los vecinos de barrio y los amigos de infancia. Era tan prosaico como todos nosotros ya que hablaba de las pasiones más viscerales de todos los hombres: las mujeres, el fútbol y la política; sin embargo, lo hacía con una sencillez altiva, con una clase propia de genios. Discepolín describiría muy bien esa actitud democrática del Negro con el fragmento de tango que reza: “¡Todo es igual! ¡Nada es mejor! ¡Lo mismo un burro que un gran profesor!”.
 
Pero, ahora sí, digamos quien lo mató. El rufián que fue contratado para semejante vileza es ampliamente conocido en Colombia; las autoridades lo conocen como “el aceitoso” y dicen que es un sicario de alta monta: eliminó a cientos de vietnamitas, norcoreanos y negros norteamericanos. También se especializó en desaparecer “terroristas árabes” y uno que otro indigente que incomodara al sistema. Su leyenda delincuencial travesó fronteras, siendo el único lunar de su carrera la negativa de venir a Medellín para perpetrar un homicidio ya que, en palabras de él, “ese lugar es muy peligroso” (remember Lecturas Dominicales de EL TIEMPO de hace algunos años). Obviamente esa confesión, surgida de labios de un célebre matón, creo indignación nacional ya que nuestro país no era ni es tan malo como el tal Boggie lo quiso presentar. Cambalache resume ésta situación cuando dice Mezclao con Stavisky va Don Bosco y "La Mignón", Don Chicho y Napoleón, Carnera y San Martín…
 
Rematemos esta nota necrológica con los hechos; Boggie localizó a Fontanarrosa la madrugada del jueves 19 de julio y le apuntó con su Colt 45 justo cuando el Negro estaba dibujando esa misma escena, así es que “el aceitoso” solo pudo jalar el gatillo cuando a su creador se le dio la gana que lo hiciera… Ironías del destino ya que Fontanarrosa –tal como lo hiciera el odiado Pizzi ante el América hace unos años- sacó fuerzas de flaqueza para vencer la parálisis de ambas manos y dibujar así su propio final: hasta en eso el Negro se burló de la muerte y de todos nosotros, ya que al momento de expirar –tal como lo pintara en una tira cómica de una década atrás- se disfrazó de hincha del Newell’s para que todos creyéramos que moría un integrante de la barra rival, cuando realmente fallecía el bastión moral de Rosario Central y de Argentina toda.
 
Siglo veinte, cambalache problemático y febril!… El que no llora no mama y el que no afana es un gil! ¡Dale nomás! ¡Dale que va! ¡Que allá en el horno nos vamo a encontrar!
 
PD: te lo cuento al oído, Negro querido; te saliste con la tuya ya que el estadio de Rosario llevará tu nombre (así los directivos no rebauticen la cancha ya para todos se llama como tu seña de pila)… No pudiste ser futbolista, pero al menos cobijarás a tu equipo del alma y les echarás sal a los leprosos de enfrente.
 
 
 
 
 
 

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