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Foghat, los autores de mi ‘Despacito’.

El pasado viernes, 5 de mayo, mi esposa, mi hijo y yo salimos de reunión de padres de familia de su colegio. El chino estaba antojado por comer algo, así que paramos en una tienda de carretera -la única que vimos en la vía a Cota-, de esas que tienen radiola, máquina tragamonedas y afiche con vieja culona. Eran las 10 de la mañana y varios clientes estaban pidiendo esa botella de Póker de litro a $3.000. Ese día, por primera vez, escuché Despacito. Le había hecho el quite pero hasta ahí me llegó el récord…

La había oído mencionar desde que la lanzaron, el 13 de enero de 2017, pero entonces Justin Bieber se subió al bus de hacer una versión, hace tres semanas y, se supone, “TODO el mundo” hablaba de eso. Yo seguí virgen como Steve Carell hasta este 5 de mayo.

Pero lo que oigo de gente cercana es que “no había forma” de conservar la virginidad: el bombardeo en frecuencias radiales es constante, la técnica de poner a rotar el sencillo al menos una vez por hora, en casi todas las frecuencias, desde las juveniles hasta las tropicales. A la par, noticieros y portales de noticias hacían eco de la agenda que les impone la viralidad, o siendo más precisos, la idea de una viralidad impulsada por muy efectivos ejecutivos de cuenta que manejaron el bendito sencillo.

¿Por qué yo sí pude seguir virgen por cuatro meses? ¿Cómo fue posible que preservara puros mis castos oídos?

Entonces un amigo historiador y melómano, Felipe Arias-Escobar, comentó en Facebook algo como: “Si oye Despacito en todos lados y la odia, entonces está oyendo las emisoras incorrectas”, o algo así. Y tiene razón: La oferta mediática es muy grande, y si uno no quiere oír algo, puede hacerlo, hay de dónde.

Mi fórmula es sencilla (aunque un tanto arriesgada para un periodista cultural): Por norma no veo las secciones de farándula de los noticieros -solo el programa ‘Cultura y Entretenimiento’, en EL TIEMPO Televisión, que codirijo, ahí disculparán la cuña-. Le hago el feo a los titulares virales tipo ‘clickbait’ en los punto com. Tampoco sintonizo emisoras entre semana, excepto las de noticias a la hora de las noticias. Por principios busco no tener que tomar un taxi, en donde la emisora se oye a las malas. En fin de semana, cuando cojo el carro y voy con mi familia: 1) Pongo mi iPod, un classic repleto de rarezas, clásicos, bellezas, o 2) cedo a la petición de mi esposa, que se aburre de mi música (recuerdo esa vez que sonó la banda sonora de Koyaanisqatsi y me dijo “¡¡¡basta ya, no lo soporto!!!”), y entonces acordamos sintonizar La X, Radiónica o, en últimas, La W cuando es solo música. Y cuando me muevo en bus, Deezer o Spotify, que me entrega canciones según el algoritmo que arrojan mis gustos, sin nadie que esté palanqueando o payoleando sencillos. Y soy feliz.

¿Alternativas? Muchas. Hay que empezar a sacudir las plataformas de podcasting, creer más en los algoritmos de las nuevas plataformas y, sin duda alguna, escabullirse de los contenidos que huelen a estrategias pagas de posicionamiento. En Prisa España están empezando a evaluar la legalización de la payola: que las emisoras reconozcan públicamente cuándo están pagando por contenido promovido por las casas discográficas… Esa sería una forma honesta de legalizar una industria radial que funciona al margen desde hace décadas.

Mientras tanto, les dejo mi propuesta alternativa al Despacito: Slow Ride, de la banda británica Foghat, de 1971… y por algo será que con esa se comenzaba en Guitar Hero 3:

 


¿Y de Rock al Parque qué o qué?

No sería Rock al Parque si no hubiera polémica. Eso es inherente al festival: las discusiones vacuas acerca de por qué no o por qué sí esto es o no es rock, etc etc etc. Cada año es una discusión distinta pero todas apuntan en la misma dirección: la percepción de qué es el rock auténtico. Este año, estallaron dos polémicas, una porque los Rolling Ruanas ganaron por convocatoria, y sobrados en calificación, su participación con su carranga roquera, y la segunda, porque el venezolano Paul Gillman, leyenda de antaño del rock duro de ese país, es chavista declarado. En consecuencia, ante la arremetida de críticas, Idartes terminó retirándolo del cartel.

Ya creo que se ha hablado mucho del tema Gillman. Yo solo agregaría que el componente político ha estado SIEMPRE en Rock al Parque. ¿Por qué? Los gobernantes de turno lo han aprovechado siempre, usando como caballito de batalla la forma de engrosar la cifra masiva de asistentes. Ningún mandatario se va a dar el lapo de acabar con Rock al Parque porque sería totalmente impopular. Pero tampoco va a mover un dedo para hacer algo diferente que tenga un impacto real en el crecimiento de la cultura rock, simplemente es reunir mucha gente joven con un presupuesto ya pactado -o viendo cómo reducirlo- para transmitir un mensaje de éxito. Basta recordar el video de Gustavo Petro rotando entre presentación y presentación en las pantallas de la tarima principal, en una reciente edición. Proselitismo puro.

Para las bandas, muchas de ellas eternizándose en un círculo vicioso de esforzarse por clasificar cada año, sin lograrlo, el efecto ha sido negativo, pues al final se acostumbra a un público a ver de forma gratuita el rock nacional y nada más. El músico youtuber Paulo Cuevas tiene su visión al respecto, no coincido totalmente (recomiendo empezar desde el minuto 5:50):

Pero política siempre ha habido, y contenido político. Madrazos a Álvaro Uribe han saltado en tarima desde su primer año de gobierno. Y a Santos, otros tantos, tal vez menos. La gente ha dicho “¿y es que nadie se acuerda que ya estuvieron Manu Chao y Calle 13, ambos simpatizantes de izquierda?”. Yo les recuerdo otro: KOP, española, en 2009, con un discurso bastante fuerte:

Sin ir más lejos, el apreciadísimo Chucho Merchán lleva siempre un mensaje político en cada canción. Así fue en Rock al Parque… y nadie se quejó. Excepto, claro, cuando los amantes de los toros lo amenazaron a él y a sus amigos antitaurinos que tenían el respaldo del Alcalde Petro. ¿Saben qué? Chucho se puede subir a esa tarima a decirme “usted es un carechimba” y yo lo voy a aplaudir:

Entonces, veo poco serio el tema de bajar a Gillman de una tarima que supone promueve la libertad de discurso. Más allá de chavistas y antichavistas, el rock es un vehículo de ideas. Cuando al rock se le enmarca en tantos parámetros de lo que debe ser, a mi modo de ver, deja de ser rock: deja de ser rompimiento, se convierte en un manual del “cómo hacer rock”. No eternizar formas convencionales, porque eso es como cuando los festivales del bambuco llegan a su edición 50 haciendo siempre lo mismo. A mi modo de ver, los Rolling Ruanas son mucho más rock que muchas bandas que conozco.

Por cierto, aclaro desde ya que mis comentarios no pretenden ser lo que pretende tanta gente que habla de Rock al Parque: no quiero ser nunca curador ni director ni organizador de ese evento. Muchos de quienes critican al festival quieren ser los directores del festival, es una guerra de egos tremenda, de lo que todos creen que debe ser ese evento. En mi humilde opinión: sería más valioso un evento descentralizado que promoviera el rock todo el año, articulado de verdad con todos los festivales distritales tipo Usmetal, el de Usme, de todas las localidades. Es mi humilde opinión.
Suerte y pulso.

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Yo, Carlos Solano, su autor, soy periodista, ejerzo actualmente como subeditor de Cultura de EL TIEMPO y trabajo con la música desde mediados de los años 90. Espero disfruten este recorrido.

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2 Comentarios
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  1. Dos cosas:

    1. Casualmente hoy fue la primera vez que escuché Despacito. Parece que, así como Ud., me había salvado de estar “en el lugar equivocado” por un buen número de meses. Hasta hoy.

    2. Esta columna me recuerda enviarle un saludo a Santiago Rivas, que el año pasado estaba tocando las trompetas del Juicio Final y diciendo que ese iba a ser el último Rock al Parque, que el malvado Peñalosa lo iba a acabar, etc etc. Siga dándole a la postverdad, Santiago!

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