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El alma de las personas es rescatable. Así sea por unos segundos, incluso por algunos minutos. Por diversas razones, las almas se duermen, se pierden, se van borrando de a poquitos, encogiéndose y enmudeciendo hasta casi desaparecer, o al menos eso parece para quien observa el cuerpo desde afuera.

Hace algunos meses he visto, también de a poquitos y con cierta cercanía, a algunas de esas almas que parecen haberse alejado de sí mismas y de todo. Ha sido visitando a mi abuela, que tiene un alma que aún baila con la vida y recuerda en voz alta la mayoría de sus andanzas, sobre todo las más antiguas y cada vez menos las recientes. La visito en un lugar para personas mayores, en el que tienen cuidados permanentes que hacen la vida más fácil y más tranquila para ellos y para sus familias. Nada de esas imágenes deprimentes en las que piensa uno cuando le hablan de ese tipo de lugares. O, bueno, si por deprimente tomamos el mirar de frente a la vejez, al destino obligado de cualquier ser humano que supere cierta edad, pues sí, se congela el alma cuando la bola de cristal no hace parte de ningún cuento de hadas. Pero no deprimente en el sentido del abandono y la muerte en vida. Aunque para los más solos tal vez sí lo sea… Pero en este lugar he visto resucitar almas por segundos y eso me ha hecho pensar en lo sencilla y lo bonita que es la esencia de la vida, y en lo fácil que es olvidarse de esa sencillez y esa belleza.

Llego, entonces, a la habitación de mi abuela y apenas me asomo, en su cara se dibuja una sonrisa enorme y se abren sus brazos, enormes también. Me clavo en ese abrazo y pienso que debería hacerlo tantas más veces. Tal vez me salve más a mí ese abrazo que a ella. Y conversamos y me cuenta historias y le digo que está preciosa y me dice que pues cómo, que ya está muy vieja, y le digo que de vieja nada, que su esencia bella se ve por todos lados, y me dice muerta de la risa que qué montón de viejos los que hay en ese lugar y que uno de esos viejos le propuso matrimonio pero que de eso nada, y me dice que a las tres llega Edward, el cantante que va los jueves por la tarde a rescatar almas con la música (eso lo he deducido yo).

Se levanta como un resorte sin acordarse del bastón porque vamos a ir juntas a oír cantar a Edward y ella va a bailar. Entonces caminamos con los brazos en gancho y llegamos temprano para coger buen puesto. Se va llenando el salón y mi abuela me dice, otra vez entre risas, que qué juventud la que hay en ese lugar. Se ríe de la vida, porque qué más. Y yo me río con ella y la abrazo y le digo que ella es la más bonita de todas y que su baile es el que anima la fiesta. Empieza a cantar Edward, el rescatador de almas, acercándose a algunas personas, mencionando sus nombres en las canciones, arrodillándose ante los que no se pueden parar y cantando delicadamente desde lo profundo frente a los que lo oyen desde algún universo lejano.

Así, despacio, empiezan a resucitar las almas. Mi abuela y yo cogidas de la mano, ella cantando y yo sintiendo el calor de sus dedos entrelazados con los míos, mirándola sentir las palabras que canta y queriendo grabarlo en mi mente para siempre. Una mujer sola que me han contado que tiene demencia y no habla con nadie, con su mirada perdida y su espalda encorvada, empieza a mover la boca de a pocos, a hilar las palabras de una canción que lleva por dentro, que la conecta con algún otro tiempo y la saca de la niebla, una música que la hace sentir viva y le recuerda que ella también cantó. Otra mujer de pelo completamente desteñido y ojos negros redondos en los que casi no hay blanco mira al infinito, y yo me doy cuenta de que cuando Edward se arrodilla frente a ella y le canta, esas pupilas se mueven de manera casi imperceptible pero lo miran a él, enfocan su atención en algo y gritan que están vivas, que la música también es para ellas. Entonces Edward se dirige a un señor bajito y flaquito, lo ayuda a levantarse, se paran en el centro y le acerca a la boca el micrófono que tiene pegado a la camisa, Edward tocando la guitarra y el señor cantando desde lo más hondo de sus recuerdos con una mano agarrada al brazo de Edward, como aferrándose a la vida. Por momentos, casi todos cantan al tiempo, como si de repente hubieran recuperado el presente, y yo siento que aquel lugar está lleno de la magia y la nostalgia de haber vivido. Y también siento que me lleno de valor.

Así se resucitan y se rescatan almas que, por algún motivo, se han perdido o se han alejado. Solo hay que cantarles con fuerza para recordarles que están ahí. El sonido de todas esas voces cantando unidas se convirtió en un coro que borró todo lo demás, cualquier lejanía, cualquier diferencia, cualquier futuro. Era el sonido que recordaba esa esencia sencilla y bonita que nos hace iguales y que está por encima de las circunstancias. Me pareció que era el sonido de la vida.

@catalinafrancor

www.catalinafrancor.com

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PERFIL
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Catalina Franco Restrepo es periodista colombiana, Magíster en Relaciones Internacionales y Comunicación de la Universidad Complutense de Madrid. Ha trabajado en medios de comunicación como CNN y W Radio, en grupos editoriales como el Taller de Edición y liderando las comunicaciones corporativas de reconocidas empresas. Ha vivido en Montreal, Atlanta y Madrid, y ha viajado por 47 países persiguiendo su sueño de conocer y entender mejor el mundo y la humanidad, y llenándose de inspiración para contar historias. Además de este blog en EL TIEMPO, tiene uno personal que se llama OjosdelAlma, un canal de viajes en YouTube y es columnista de la revista Cronopio. En 2018 publicó su primera novela, El valle de nadie, que actualmente está disponible en Amazon en ediciones impresa y digital. Es, sobretodo, una amante de la humanidad, la naturaleza y los animales, y su sueño es hablar sobre ese amor, con su respectivo dolor, a través de la escritura.

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